Por Loren Seibold
Publicado también en CaféHispano (Spectrum)
Traducción de Jonás
Berea del original en inglés publicado en Spectrum.
Los acontecimientos que han tenido lugar en la reunión del
Concilio Anual como reacción a que varias uniones hayan dado inicio a la
ordenación de la mujer, no deberían sorprender a nadie. Las organizaciones
jerárquicas siempre se aseguran de que la cúspide de la jerarquía tenga la
última palabra. Pero eso es normal, y no entiendo por qué algunos esperaban
otra cosa. Tampoco debería sorprendernos la invariable atracción magnética que
estos líderes experimentan hacia la opción menos arriesgada de todas, ni su
renuencia a confiar plenamente en un sistema democrático. También es algo
previsible. En una organización amplia y en rápido crecimiento como la iglesia,
parece que el liderazgo consiste menos en la búsqueda de consensos o en
soluciones en las que todos ganan, que en evitar perder el control de las
cosas.
Sin embargo, hay una cuestión espiritual relacionada con
todo ello. Lo que me molestó es el uso de la oración que se hizo en estos
encuentros. A menudo he participado en la oración en las reuniones donde se
toman decisiones, desde las iglesias locales hasta los consejos directivos de
nivel superior. Creo que no siempre se ha hecho de forma apropiada.
Una vez estuve en una reunión en la que el presidente de asociación
que la presidía quería llevar a cabo algo que no tenía aceptación en el consejo.
Expuso sus argumentos, aunque no con mucha lógica, pensé, porque en gran medida
consistían en lo mucho que le preocupaba el asunto, y cómo durante mucho tiempo
había orado sinceramente por él. Nos solicitó que oráramos con él en ese
momento, y después pidió que se votara. Perdió. Después de regañarnos un poco,
nos pidió que nos pusiéramos de rodillas otra vez. Si no recuerdo mal, nos
arrodillamos tres veces hasta que consiguió los suficientes votos para su
propuesta.
¿Es eso lo que Dios quiere que hagamos con la oración? ¿Que
demos nuestro brazo a torcer para que los dirigentes se salgan con la suya? Propongo
cuatro aspectos a tener en cuenta al recurrir a la oración en los ámbitos de dirección
de la iglesia.
Primero, no debería usarse la oración para establecer
prejuicios respecto a una decisión. El que los líderes hayan orado por algo no
quiere decir que el asunto esté cerrado. Recuerdo que hace años un responsable
de asociación me llamó y me dijo que se me iba a destinar a una nueva iglesia.
Le dije que oraría por ello. Resopló y me dijo: “Bien, puedes orar todo lo que
quieras, pero el consejo ya ha orado y lo ha decidido así”. De modo que si tú
oras y yo oro, y hay puntos de vista diferentes, ¿qué oraciones son las que
cuentan? He observado que casi siempre “funcionan” las oraciones de la persona
con más autoridad en la organización. Cuando se mezclan oración y autoridad
humana, es muy difícil hallar la voluntad de Dios.
A veces, el haber orado por algo es la excusa para el
secretismo. Se procede a ignorar argumentos adicionales con el pretexto de que
los consejos y sus miembros no necesitan toda la información sobre lo que
deciden o sobre por qué lo deciden, pues ya
han orado acerca de ello.
En segundo lugar, la oración se puede utilizar para atenuar
el debate y el proceso democrático de la toma de decisiones, en lugar de para hacerlo
más agudo. Cuando digo que el debate debería ser agudo, no me refiero a que nos
enfademos. No se gana nada con vociferar y desvariar en las juntas. Pero la
oración y los himnos pueden favorecer que se pase de la lógica al sentimiento, propiciando
que uno dude de sí mismo por desconfiar de los dirigentes. Crea un ambiente en
el que discutir parecería pecaminoso, y no digamos disentir o votar en contra
de las propuestas de la presidencia. Y esto significa renunciar al
procedimiento correcto.
El hierro con hierro se afila, y los dirigentes necesitan
que otros les ayuden a tomar decisiones, incluso si no quieren.
En tercer lugar, muy raramente he visto que en los procesos
de toma de decisiones se use la oración para averiguar cuál es la voluntad de
Dios. La oración de Jesús fue “Hágase tu voluntad”, lo que sugiere abrirse por
completo a ser guiados por Dios. Lo ideal es que la oración abra las mentes y
los corazones a muchas opciones diferentes.
Asumamos por un instante, aun cuando esta declaración de Elena
de White suene un poco al estilo del
Vaticano, que la
Asociación General representa realmente la mayor autoridad de
Dios en la tierra. (Se puede argumentar que Elena de White posteriormente
invalidó esta opinión, o al menos la circunscribió a una situación concreta.)
El pasaje no dice que esa autoridad la tengan el presidente o los líderes, sino
el órgano completo. Esto apoyaría la idea de que los líderes han de asistir al
encuentro completamente abiertos a que Dios los guíe en cualquier dirección. No
hay lugar para las opiniones contundentes, incluso si se han gestado en oración
con unos pocos colegas. El grupo no debería estar prejuiciado hacia ninguna
posición si lo que desean es escuchar la voz de Dios.
Cuarto, parecería como si la oración pusiera un sello de
bendición sobre cualquier cosa que se decida, tanto si la decisión es buena
como si es inadecuada. Por muy insatisfactoria que resulte esa decisión, se
podría alegar: “Oramos sobre el asunto, y eso hace que la decisión fuera la
correcta”. Pues no. No,
si el proceso no fue limpio. No, si no se escuchó a los que disentían. No, si
no se procedió con sentido común y con buen juicio. No, si no aprendemos de
nuestros errores. Y esto es así incluso si el foro que toma la decisión es la Asociación General.
No hay que indagar mucho en la historia de nuestra iglesia para comprobar que también
ese órgano ha cometido errores.
Mi propuesta es que simplemente no se use la oración como
forma de manipular a la gente. El tercer mandamiento no trata sobre el acto de
maldecir, sino sobre la utilización del nombre de Dios como medio para unos
fines concretos. En cierta ocasión no quise orar con un hombre que me estaba
destripando emocionalmente en la iglesia. Se sintió impactado y ofendido, y
tomó mi respuesta como una prueba de mi falta de cristianismo. Pero era lo
contrario: precisamente rechacé la proposición por respeto a Dios y a la
comunicación con Él. Me pareció que se hacía un uso inadecuado de la oración si
se recurría a ella para bendecir su conducta anticristiana.
Orar por personas que están en necesidad, orar en el culto,
orar unos por otros, fortalece mi fe. Orar en ámbitos donde se toman decisiones
a menudo me ha provocado el efecto contrario. Admito que nada me ha despertado
más desconfianza hacia la sugerencia de orar por parte de un líder que el modo
en que he visto que esto se usaba en la gestión de los asuntos de la iglesia.
Quizá no deberíamos empezar a orar en esas reuniones hasta que veamos que nos
encontramos en el marco espiritual correcto para hacerlo como es debido.
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