domingo, 10 de enero de 2010

Ocasiones perdidas en nuestra escuela sabática

Por Juanfer
(
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/)

«Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y al verlo pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, al verlo pasó de largo» (Luc. 10: 31-32).

Me encanta la escuela sabática. Es la parte de nuestro culto que más me enriquece, pues favorece el debate constructivo y profundo (el grado en que se consiga depende, en parte, de la apertura y habilidad del conductor de la clase). He aprendido mucho de nuestros queridos “libritos” trimestrales, así que doy gracias a Dios por ella.

Me gusta que la guía de estudio se sumerja a fondo en los temas. En cambio, me deja insatisfecho que eluda los más difíciles o enjundiosos. Esto me ocurre por ejemplo cuando veo cómo el autor correspondiente pasa de puntillas sobre las matanzas del Antiguo Testamento, sobre todo si quien las ordena es Dios mismo.


El tema tabú por excelencia en nuestra iglesia

Pero lo percibo aún más claramente en el tema del poder. El poder (humano sobre humanos) en cuanto tal. ¿Alguien recuerda algún trimestre dedicado a él? ¿Alguna lección semanal? Quizá me falla la memoria, pero yo no. Me refiero al poder en general, pero sobre todo al que se ejerce dentro de la iglesia. Y a los dirigentes de ésta.

La primera pregunta sería: ¿Por qué se trata de un asunto marginado?

Pero ocasiones no faltan. A fin de cuentas, y esto es de agradecer, las guías de la escuela sabática estudian todos los libros de la Biblia. Y la Biblia habla (mucho) del poder. Nos enseña, por ejemplo, que la rebelión satánica obedeció a un afán de dominar y prevalecer (así entendemos Isa. 14: 12-14; Eze. 28: 12-17 y Apoc. 12: 7). Y que, como fruto de ese afán, el Enemigo logró al menos ser el líder de la Tierra. «Príncipe de este mundo», lo llama el propio Jesús (Juan 12: 31). Los adventistas del séptimo día ponemos mucho énfasis en que la historia de la humanidad tiene como trasfondo el “conflicto cósmico” entre Dios y Satanás. Una lucha por el poder entre el Único con derecho a él y su vil adversario. Además sabemos que en Cristo todos somos hermanos e iguales en dignidad y derechos (que Dios rechaza la distinción de personas es un principio que se repite no menos de quince veces en la Escritura: ver, p. ej., Deut. 10: 17; Hech. 10: 34 y Rom. 2: 11). Sin embargo, no hacemos el mismo hincapié en una lógica consecuencia de ello, y es que nadie tiene derecho a abusar de nadie ni dentro ni fuera de la iglesia. Es rarísimo, por ejemplo, oír predicar sobre Mateo 20: 25-26.

Volviendo a la escuela sabática, en los últimos años hemos tratado más de una vez el asunto de los dones del Espíritu. Algunos de ellos tienen que ver con el liderazgo en la iglesia (ver Efe. 4: 11). Pero no abundan los análisis acerca de cómo debe ser ese liderazgo y de cómo suele ser en la práctica. Una pena, porque quizá del contraste, mayor o menor, que se derivase de ese estudio saldrían lecciones muy valiosas para todos, en particular para nuestros queridos hermanos en posición dirigente.

En el trimestre pasado estudiamos el libro de Números. La séptima lección se titulaba “Lucha por el poder”. La octava, “Sacerdotes y levitas”. El estudio, claro, se centraba en ese libro de la Escritura y hacía bien. Pero era una buena ocasión para haber hecho aplicaciones a nuestro tiempo. En algún grado, escaso, las hacía, pero en sentido unidireccional, enfatizando los deberes hacia los dirigentes (p. ej., el de orar por ellos). Necesario, pero quizá insuficiente. Además, hubo maestros y pastores que, en clases y predicaciones, hicieron aplicaciones en la misma línea. Algunos subrayaron lo peligrosas que son las “murmuraciones” (críticas o chismorreos) contra los dirigentes, como lo demuestran –decían– las que en su día sufriera Moisés (ver, p. ej., Núm. 14: 36). Pero olvidaban recalcar que éste era profeta de Dios, en un contexto teocrático de frecuentes intervenciones divinas, cosa que no ocurre con los dirigentes actuales. Tanto el librito como muchos maestros y predicadores perdieron la ocasión de plantearse por qué pueden surgir las críticas. ¿Obedecen siempre a un espíritu destructivo, y/o, como en la rebelión de Coré (Núm. 16), a un afán de hacerse ilegítimamente con el poder?


La última ocasión perdida

La lección de esta última semana perdió otra valiosa ocasión, y eso que esta vez parece que el propio autor preparó el terreno. El tema general era el amor y en la parte del jueves 7 de enero del presente 2010 se abordaba la cuestión del prójimo, magistralmente ilustrada por Jesús en la parábola del Buen Samaritano (Luc. 10: 25-37). De repente, en la parte central de esa página la guía cierra así el bloque de preguntas: «¿Por qué puso Jesús, específicamente, gente religiosa, incluso líderes religiosos, en el papel de “los malos”? ¿Qué lección hay allí también para nosotros?» (cursiva añadida).

Confieso que temblé de emoción al leer eso, aunque ya intuía el desenlace: tras las citadas cuestiones, la página continúa con el correspondiente espacio para que el estudiante anote su respuesta. Le sigue otro párrafo del autor en el que uno espera que él dé la suya… ¿y qué me encuentro? Pues una paráfrasis, interesante pero genérica, de Mateo 25: 35-36. Así ocurre tanto en la versión inglesa como en la española de la guía de estudio. Una vez más, la frustración se había consumado.

Quiero creer que no soy el único lector de esa lección que, llegado a ese punto, y alentado por los sugestivos planteamientos del propio autor, se preguntó: “¿Por qué Jesús no hizo pasar ante el herido a un judío ‘de a pie’, que no fuera de la casta dirigente?” A fin de cuentas, eso es lo que era el judío herido y tampoco se nos dice que fuera un dirigente (sí muy diligente) el samaritano que lo atendió (del pueblo judío no podía serlo, por supuesto).

Quizá tampoco sea yo el único que entonces recordó los frecuentes encontronazos que tuvo el Maestro con los gobernantes de su tiempo. Por cierto, a la hora de denunciarlos no se anduvo con chiquitas (ver, p. ej., Mat. 23). A los «principales sacerdotes» y «ancianos del pueblo» llegó a asegurarles que «los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios» (Mat. 21: 31). Sin olvidar que fueron ellos, los dirigentes del pueblo escogido, quienes acabaron llevándole a la muerte (ver, p. ej., Juan 11: 47-53).

Naturalmente, hoy las cosas no son exactamente iguales que entonces. Para empezar, Jesús-hombre ya no está físicamente entre nosotros. Y la iglesia, aunque a veces se diría que creemos otra cosa, no es una teocracia.

Sin embargo, como en el tiempo de Jesús, los dirigentes siguen siendo humanos falibles que pueden caer, y de hecho caen, en la tentación del poder. Algo, propio de «los gentiles», que debería estar desterrado entre nosotros, ya que Cristo dijo: «Entre vosotros no será así» (Mat. 20: 25-26).

Por ello resulta triste comprobar cómo una y otra vez se elude esa importante cuestión. Así ocurre incluso cuando la temática abordada tiene mucho que ver con ella. Y es lamentable, en primer lugar, porque debemos preguntarnos si estamos cumpliendo la instrucción del Maestro. Un análisis imparcial y constructivo de este asunto podría hacernos mucho bien. A todos, pero de manera muy especial a nuestros hermanos dirigentes.