viernes, 6 de mayo de 2011

La cuestión de la objeción de conciencia, ¿más compleja hoy?

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/
Publicado también en Café Hispano (Spectrum)

Barry Bussey, abogado canadiense, es el responsable de las relaciones de la Iglesia Adventista del Séptimo Día con las Naciones Unidas y con el gobierno de Estados Unidos desde 2008. Es el editor del libro Should I Fight? Essays on Conscientious Objection and the Seventh-day Adventist Church, una obra de autoría colectiva dirigida a “aquellos que quieren obtener una comprensión más profunda de la lucha adventista por mantenerse fieles a los principios del Sermón del Monte”, publicada ante la constatación de que “cada vez más jóvenes adventistas se unen voluntariamente al ejército que en ninguna generación previa en la historia de la iglesia”

El 15 de abril de 2011 Bussey publicó un artículo titulado La cuestión de la objeción de conciencia se ha vuelto más compleja (original en inglés). Tras recordar que se está diluyendo la posición histórica de la iglesia a favor de la objeción de conciencia, cuenta su experiencia personal como padre de dos hijos que «son a la vez ciudadanos de Canadá y Estados Unidos, y desde el día en que recibieron sus certificados de naturalización a principios de 2001, no tardaron en asimilar el orgullo nacionalista de Estados Unidos» (añado negritas en todas las citas). A partir del 11 de septiembre de 2001 y la consiguiente guerra de Afganistán, se planteó la cuestión de que los niños, de diez años, fueran designados para luchar por su nuevo país. «¿Qué haríais, muchachos?», les preguntó. «Papá, no tengo ningún problema en dar mi vida por los Estados Unidos», dijo uno. Y continúa Bussey: «Este chico, que ni siquiera hacía un año que había obtenido la ciudadanía estadounidense, ya estaba dispuesto a morir por la ‘tierra de la libertad.’ Y yo sé que en la Escritura el Señor dijo: “Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13 NVI). Mi hijo parecía estar dispuesto a dar su vida por aquellos a los que apenas conocía, con excepción de sus primos en Michigan».

Según Bussey, «en el mundo actual de militarismo creciente, retórica patriótica y miedo al terrorismo, la cuestión de la objeción de conciencia se ha vuelto más –no menos– compleja». Aunque concluye el artículo citando Mateo 5: 44 (“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”) e instando a que como iglesia y como individuos afrontemos estos asuntos para que «cuando llegue el momento, debemos estar preparados –como tantos otros que nos han precedido– para dar testimonio de que nuestras vidas están en armonía con el espíritu y la intención de nuestras palabras», hay varios puntos que me chocan en el artículo.

1. El “orgullo nacionalista”. Es comprensible que alguien que ha sido acogido en nuevo país albergue sentimientos de gratitud. Es fácil de entender que unos niños de diez años respondan espontáneamente que “darían su vida” por la patria. Pero llama la atención que Bussey exponga el “orgullo nacionalista” de sus hijos como si, aparte de comprensible, fuera aceptable. Hebreos 11: 14-16 indica que los cristianos nos debemos a una patria mejor, la celestial. Y Elena White comenta muy acertadamente los peligros del nacionalismo: «La verdad es todopoderosa y de vastos alcances. Unirá las nacionalidades en una gran hermandad. [...] Cristo, morando en los hombres, los une en una gran plataforma, preparándolos para que vivan unidos como una familia en el cielo. Es la verdad la que une a los hombres y remueve los prejuicios nacionales. […] Si aceptamos la verdad como está en Jesús desaparecerán los prejuicios nacionalistas y los celos, y el Espíritu de verdad unirá los corazones en uno solo. Nos amaremos como hermanos; estimaremos al prójimo más que a nosotros mismos» (Nuestra elevada vocación, p. 173). Sobre los peligros del orgullo en todas sus formas creo que no es necesario insistir.

2. “Dar la vida por la patria”. Cuando un soldado muere en el campo de combate se dice que “ha dado su vida por la patria”. Pero no es menos cierto que cuando uno entrega su vida de ese modo, también está quitando las vidas de otros. Precisamente el enfoque bíblico sobre la no violencia, y la posición tradicional adventista como defensora de la objeción de conciencia, parte de esa realidad innegable. Por eso resulta como mínimo escandaloso, no que un niño crea que matando a “enemigos” sirve a su prójimo, sino que Bussey aplique Juan 15: 13 a un soldado que mata a otros soldados (y a los “daños colaterales” correspondientes), quienes además seguramente creen que también están dando su vida por su patria, o quienes simplemente han sido forzados a luchar en un régimen con servicio militar obligatorio.

3. ¿Qué es la guerra? ¿Cómo es? Bussey no detalla las conversaciones que posteriormente ha tenido con sus hijos sobre estos asuntos. Pero, en un representante de la Iglesia Adventista ante las más altas instancias políticas del mundo, sería deseable una comprensión y una exposición clara de en qué consiste la guerra. Un niño, que quizá ha visto abundante cine bélico, cree que la guerra es un combate entre buenos y malos. Los primeros, casualmente, son los de su país: nobles, sacrificados, altruistas, valientes; los malos son crueles terroristas fanatizados. Pero cualquier persona formada, máxime si es cristiana, tiene que trascender ese estereotipo maniqueo, afrontar la realidad, y recordar que la guerra es ante todo matar a gente, a todo tipo de gente. Cito a continuación unas palabras de George Zabelka, sacerdote católico de los escuadrones que bombardearon Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, y que posteriormente se convirtió en un activista a favor de la paz: «La Iglesia prohibió siempre el aniquilamiento de civiles y si un soldado hubiera venido a preguntarme si podía disparar una pistola en la cabeza de un niño, se lo hubiera prohibido formalmente. Eso habría sido pecado mortal. Pero en 1945 la isla de Tiniam era el campo de aviación más grande del mundo. Durante las 24 horas podían despegar tres aviones por minuto. Muchos de estos aviones partieron para Japón con la meta precisa de matar no un niño o un civil, sino de masacrar a centenas, millares y decenas de millares de niños y de civiles y yo no dije nada al respecto. […] Me acuerdo de un joven que había participado en los bombardeos de las ciudades japonesas. Estaba hospitalizado, en un momento de completo hundimiento. Me contó que estaba en misión de bombardeo a baja altitud y que volaba a lo largo de una de las calles principales de la ciudad, cuando apareció un muchacho de pie ante él, que levantaba los ojos, admirado. Este hombre sabía que varios minutos después ese muchacho moriría quemado por el napalm que había lanzado. Sí, sabía que se mataba a civiles. Y sin embargo, no prediqué ni un solo sermón a los hombres que masacraban, condenando la masacre de civiles.»

4. La “novedad”: la “guerra contra el terror”. Si Bussey considera que la cuestión de la objeción de conciencia es hoy en día más compleja que nunca, por lo visto se debe a que considera que desde el 11 de septiembre de 2001 ha aparecido una nueva amenaza global: el terrorismo islámico a gran escala. Este asunto es complejo de analizar brevemente, pues implica el manejo y examen de grandes volúmenes de información; una visión distorsionada de la realidad puede modificar la interpretación de la misma. Personalmente considero que desde aquella fatídica fecha la maquinaria de propaganda belicista se ha desarrollado hasta niveles inimaginables, hasta el punto de que el gran público ni siquiera conoce la realidad sobre los principales hechos, como los propios atentados del 11-S. En cualquier caso, aun asumiendo la versión oficial sobre los mismos, o incluso las mentiras más flagrantes, algunas de ellas negadas después por los mismos que las propagaron (como la excusa de las “armas de destrucción masiva” esgrimida para invadir Irak en 2003), creo que el cristiano tiene herramientas espirituales y éticas suficientes para saber cómo actuar. Aun cuando los macroatentados hubieran sido organizados por Bin Laden y éste hubiera sido protegido por los talibán afganos, la guerra sigue siendo la guerra. Los soldados que se dirigieron a Afganistán e Irak, y que siguen guerreando allí, se enfrentan a seres humanos cuya vida es tan sagrada como la de cualquier otro “enemigo”. Es más, hasta la prensa más belicista informa permanentemente de las matanzas de civiles, incluidos niños, que provocan estas intervenciones, así como de las gravísimas consecuencias de estas guerras, como el secuestro de “sospechosos” en Guantánamo, las torturas en Abu Ghraib o los vuelos secretos de la CIA destinados a torturar a presos en países que no respetan los derechos más básicos. Independientemente del análisis geopolítico que uno haga de la llamada “guerra contra el terror”, la guerra no se ha convertido en un combate aséptico contra fanáticos peligrosos fuertemente armados, mediante bombas que seleccionan “inteligentemente” objetivos amenazantes, sino que sigue siendo lo de siempre: un despliegue de violencia indiscriminada.

5. ¿Más compleja?
Por lo expuesto, me parece que el propio título del artículo de Bussey resulta inapropiado. En realidad para cualquier cristiano, estadounidense o no, resulta hoy más sencillo que nunca declararse objetor de conciencia, por las siguientes razones:

i) Bussey mismo cuenta cómo entrevistó a adventistas que se declararon objetores de conciencia en situaciones de gran presión social y política. Por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial el Eje Roma-Berlín-Tokio parecía dispuesto a dominar el mundo mediante una ofensiva militar abierta. Pocas guerras podrían parecer más “justas” que aquella. Sin embargo no pocos adventistas se mantuvieron fieles al mandamiento “No matarás”. No parece que las circunstancias actuales sean más complejas en ese sentido.

ii) Hoy en día el ejército de Estados Unidos (así como el de otros países occidentales) es profesional, de modo que quienes van a la guerra lo hacen por elección propia, y pueden abandonar el ejército si lo desean. El reclutamiento forzoso de los hijos de Bussey parece bastante remoto, y en cualquier caso no parece que su negativa implicara “trabajos forzados, con pico y pala”, como ocurrió a algunos de los objetores históricos entrevistados por Bussey.

iii) Desde la Guerra de Vietnam, el movimiento pacifista se ha generalizado en todo el mundo. Los objetores de conciencia ya no son unos pocos y pintorescos fundamentalistas religiosos, sino que representan a tendencias sociales, políticas y religiosas de lo más variadas. En todas las iglesias existen corrientes contrarias a la guerra, que es la posición histórica y oficial de nuestra iglesia, por lo que para un joven adventista debería ser de lo más natural declararse objetor. Claro que quizá exista el miedo a ser identificado con corrientes políticas “radicales”; conviene tener en cuenta, entonces, que precisamente el que los adventistas hayamos sido pioneros en este movimiento es un motivo de satisfacción, y debería apenarnos que en esta cuestión, como en otras, grupos seculares o religiosos nos hayan tomado la delantera (véanse los dos artículos de Sam Neves sobre otros asuntos en que ha ocurrido algo similar: 1 y 2).

iv) En el contexto adventista, en principio también debería ser más fácil para un joven declararse objetor de conciencia. Hoy en día nuestra iglesia ha recuperado en parte el discurso a favor de los derechos humanos, tras una etapa en la que se asociaba la defensa de los mismos con el peligro de implicarse en “política”. Por ejemplo, aunque en los años 50 y 60 la posición oficial frente a las reivindicaciones de los negros de Estados Unidos fue de desentendimiento (por no decir condena), hoy en día la Iglesia Adventista publica declaraciones oficiales sobre derechos humanos y la Adventist Review recupera la memoria de los adventistas que lucharon por la igualdad de los negros. Hay más información disponible que nunca sobre objetores de conciencia históricos de nuestra denominación, como el propio libro editado por Bussey. Ahora bien, como el propio autor reconoce, hay una fuerte presión procedente del “militarismo creciente” y “la retórica patriótica”. ¿Qué está haciendo nuestra iglesia por combatir estas ideologías y propagandas mundanas y anticristianas? El propio artículo de Bussey sería una ocasión estupenda, tristemente desaprovechada, para al menos distanciarse de ellas. Quizá el libro Shoud I Fight? sea más claro, pero cualquier joven que, dudando sobre la idoneidad de ser militar, lea el artículo, sentirá que hay tantas razones bíblicas para alistarse como para no hacerlo, pues a fin de cuentas es un asunto “complejo”. Cuando en realidad la iglesia debería estar no sólo asesorando legalmente a quienes pidan ayuda en situaciones comprometidas (muchas de ellas relacionadas más con la observancia del sábado que con el uso de las armas), sino también promoviendo activamente la objeción de conciencia a las actividades militares entre todos sus miembros, como se hizo en España cuando el servicio militar era obligatorio y se legisló la posibilidad de declararse objetor (entonces muchos jóvenes adventistas lo hicieron).

Bussey cita el “miedo al terrorismo” como otro de los factores que hace “complejo” el asunto. Uno echa en falta una reflexión sobre lo que dice la Biblia acerca del miedo a los poderes de la tierra (Jer. 42: 11), y sobre cómo la solución a los grandes conflictos políticos no vendrá mediante “guerras justas”, ni mucho menos por la participación de los cristianos en ellas (Ef. 6: 12; léase El cristiano y la guerra).

En nuestra iglesia hay una gran labor que hacer en el campo de la no violencia, la paz y los derechos humanos. No es aceptable que mantengamos un discurso muy firme en cuestiones como abstenerse de comer cerdo, de beber vino o de trabajar en sábado (discurso necesario, sin duda), y a la vez transmitamos la idea de que portar y usar armas es una cuestión de la “conciencia personal”, sobre la que la Biblia no aporta un mensaje claro, cuando los adventistas oficialmente (¿?) entendemos que es una cuestión de principios. Matar a personas, además, acarrea consecuencias espirituales y psicológicas mucho más irreversibles que las otras actividades citadas. En un país en el que el ejército es profesional, no se puede considerar que la decisión de alistarse o no, sea un “dilema”; si acaso, puede considerarse una tentación. La acción pastoral (y disciplinaria) hacia los militares adventistas debería tener en cuenta este criterio. Afortunadamente, el artículo de Bussey ha recibido comentarios críticos en la web de ANN (entre ellos, un hermano que a veces siente que se encuentra “en una denominación diferente” al adventismo histórico), si bien otros apelan a la Biblia para tratar de justificar el uso de armas.

Otro triste ejemplo reciente lo encontramos en el libro oficial para meditaciones matutinas de este año, Plenitud en Cristo (Buenos Aires, ACES, 2010), donde el autor, Alejandro Bullón (quien en general es ejemplar en su exposición del evangelio y en su ministerio de predicación), cuenta la siguiente anécdota en un contexto claro de aprobación: «El sonido de la explosión fue espantoso. Después vinieron gritos, horror y sangre. El sargento Salzman miró a su alrededor... El peligro había pasado. La explosión dejó cuatro soldados muertos; él estaba vivo pero, para su desesperación, notó que su brazo derecho había desaparecido, y la sangre brotaba como un chorro.

»Semanas después [...] empezó a entender su realidad. Tendría que aprender a vestirse, a lavarse los dientes y el rostro, con el brazo protético que le acababan de colocar.

»Tuvo ganas de llorar. No por causa de la prótesis; estaba vivo, y aquel brazo lo había perdido luchando por su país, en la guerra de Irak. La vida, en la forma que fuese, era motivo para agradecer a Dios» (p. 111, 15 de abril).

Concluiré con unas palabras del citado George Zabelka:

«Nunca me vino al espíritu la idea de protestar públicamente contra las consecuencias de estos bombardeos. Me habían dicho que eran necesarios; abiertamente por los militares e implícitamente por la dirección de mi Iglesia. […] Toda la estructura de la sociedad secular, religiosa y militar, me decía que era justo aniquilar a “los japs”. Dios estaba del lado de mi país. Los japoneses eran enemigos y yo estaba absolutamente convencido de la enseñanza de mi país y de la Iglesia en lo concerniente a los enemigos. […] Yo estaba seguro de que esta destrucción en masa era justa, seguro de tal manera que jamás pensé en cuestionar su moralidad. Había sufrido un lavado de cerebro, no por la fuerza o la tortura sino por el silencio de mi iglesia. Por su silencio, y por la manera en que cooperaba de buena gana en los millares de pequeñas cosas con la máquina de guerra del país. […]

»Durante los tres primeros siglos –los tres siglos más próximos a Cristo– la Iglesia era pacifista. Con Constantino la Iglesia aceptó la ética romana de la guerra justa y comenzó a entrenar a sus miembros, en nombre del Estado y luego en nombre de la fe. Católicos, ortodoxos y protestantes, aunque tenían algunas divergencias teóricas, estaban de acuerdo en que la enseñanza clara y sin equívocos de Jesús sobre el rechazo de la violencia y el amor a los enemigos no era para tomársela en serio. Y así, cada una de las principales ramas del cristianismo modificó, según diferentes procedimientos teóricos, la enseñanza del Señor hasta el punto de poder hacer lo que Jesús condenaba: ojo por ojo, masacrar, lisiar, torturar. […]

»Pido a Dios que nos perdone la manera en que hemos desfigurado la enseñanza de Cristo y destruido su mundo de ese modo. […] Las grandes líneas de las iglesias cristianas enseñan cosas que Cristo no enseñó jamás, ni incluso sugirió, es decir, el principio de la guerra justa, un principio que me parece completamente desacreditado, aunque sea de manera teórica, histórica o psicológica. Para mí, si las iglesias cristianas no se arrepienten y no comienzan a proclamar de palabra y hechos lo que Jesús ha proclamado en lo que respecta a la violencia y a los enemigos, lo único que puede esperarse es la escalada permanente de la violencia y la destrucción.»