domingo, 28 de noviembre de 2010

El sacerdocio universal de los creyentes y el ministerio eclesial

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/

El libro de Russell Burrill Revolución en la iglesia. Secretos para liberar el poder del laicado (Gema/APIA, 2005) propone una redefinición de la forma de trabajar en las iglesias, según la cual los pastores deben fomentar que los “laicos” asuman responsabilidades, y éstos han de organizarse para aprovechar todo su potencial de cara a la evangelización y a la dinamización de la propia iglesia.


Sacerdotes, laicos, ancianos, pastores

Para ello, según Burrill, es necesario que los adventistas comprendamos con claridad una enseñanza bíblica fundamental: el sacerdocio universal de los creyentes. Tristemente, es frecuente comprobar que en nuestro medio perviven interpretaciones que dividen a los miembros de iglesia en dos “niveles”: por un lado estarían los “laicos” o miembros comunes, y por encima de ellos los ministros (con su correspondiente jerarquía: administradores, pastores ordenados, pastores no ordenados…). Una errónea interpretación de la ordenación tiende a conferir a los pastores un rango sacerdotal; de hecho, es común atribuir a los pastores funciones propias de los sacerdotes del Antiguo Testamento, como si el equivalente de los sacerdotes en la iglesia fueran los pastores (éste es uno de los absurdos argumentos que se suele utilizar para rechazar la ordenación de la mujer: en el antiguo Israel Dios no aceptó “sacerdotisas”).

Por todo ello, satisface comprobar que Burrill expone con claridad la enseñanza bíblica del sacerdocio universal. Procedo a reproducir amplios pasajes de la obra, añadiendo negritas a su texto e insertando algunos comentarios personales.

«El Nuevo Testamento anuncia en términos inequívocos la restauración de lo que Adán había perdido: el privilegio de todo creyente de ser sacerdote delante de Dios. La muerte de Cristo en el Gólgota ha eliminado a la clase sacerdotal para siempre. Cristo ha derribado toda pared, incluyendo la que separaba a los pastores de los laicos. En el reino de Cristo hay una sola clase: la clase sacerdotal en la que nacen todos los creyentes cuando aceptan a Cristo Jesús como su Redentor» (pág. 30).

La enseñanza del sacerdocio universal está expresada en el libro que desarrolla las 28 creencias fundamentales de los adventistas del séptimo día (creencia 12, “La iglesia”, epígrafe “La organización de la iglesia”). Allí se señala que “este sacerdocio no hace distinciones de rango entre los ministros y los laicos, si bien deja lugar para una diferencia en función entre ambos grupos” (Creencias de los adventistas del séptimo día, Madrid, Safeliz, 1989, p. 167; destacados añadidos). Ahora bien, dada su importancia, quizá no aparezcan suficientemente destacadas las implicaciones de esta verdad; y cabe preguntarse si cuando se prepara con estudios bíblicos a una persona para el bautismo se enseña esta creencia (especialmente necesaria, dado que la mayoría de los catecúmenos arrastra una formación religiosa que tiende a elevar el rango de los “clérigos” y a menospreciar el de los “laicos”; véase Entre vosotros no será así).

En realidad el propio uso del término “laico” para designar a los fieles que no son obreros de la organización eclesiástica, si bien resulta útil, no es bíblicamente acertado. Aunque el término no aparece en la Escritura, se desprende de ella que en realidad todos somos laicos, pues “laico” significa “del pueblo”: procede del griego “laós” (pueblo), palabra que figura en numerosos pasajes donde siempre designa al conjunto de los fieles, y no sólo a los que no son ministros (Mateo 2: 6; Romanos 9: 26; 2 Corintios 6: 16; Tito 2: 14; Hebreos 2: 17; Apocalipsis 18: 4; 21: 3, etc.). El término griego “kleros” (de donde procede “clero”) sí aparece en el Nuevo Testamento, pero siempre con el sentido de “parte”, “herencia”, “suerte”, y nunca para designar a un grupo de hermanos diferenciado de los demás (Mateo 27: 35; Juan 19: 24; Hechos 1: 17; Colosenses 1: 12, etc.).

La Biblia explica sobre todo la función dirigente del anciano (griego “presbýteros”), equivalente al obispo (griego “epískopos”: Hechos 14: 23; 15: 2; 20: 17; 1 Timoteo 3: 2; 5: 17; Tito 1: 5, 7; Santiago 5: 14, etc.). Pero en nuestra iglesia, paradójicamente, se considera que los ancianos son “laicos”, pues a pesar de estar ordenados no son obreros de la organización. En cuanto a los pastores, sólo se citan en Efesios 4: 11; Hebreos 13; 7, 17, 24 y 1 Pedro 5: 4, sin especificar claramente unas funciones diferenciadas de las de los ancianos (véase la exposición que del asunto hace Rolf Pöhler en “Misión – Bendición – Ordenación”, capítulo 7 de la obra La iglesia de Cristo. Su misión y su ministerio en el mundo, del Comité de Investigación Bíblica, Conferencias Bíblicas de la División Euroafricana, 1993, págs. 205-210).


¿Qué implica el sacerdocio universal?

Uno de los principales textos bíblicos en que se fundamenta la enseñanza del sacerdocio universal es 1 Pedro 2: 5, 9:



Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. […] Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Sigo citando el libro de Burrill: «De acuerdo con el apóstol Pedro todos los cristianos pertenecen al sacerdocio. En el Nuevo Testamento la iglesia no tiene un sacerdocio. Ella es un sacerdocio. El sacerdocio de todos los creyentes es el único sacerdocio autorizado en el Nuevo Testamento. Aquí tenemos la restauración completa de lo que Adán había perdido. Todos los hijos de Dios tienen ahora acceso directo al Padre, y todos los hijos de Dios tienen derecho al ministerio. Ese derecho ha sido enteramente establecido por el ministerio redentor de Cristo» (págs. 30-31).

Tras citar Romanos 12: 1, Burrill continúa: «De acuerdo con Pablo y con Pedro, el ministerio no es un derecho, ni siquiera un privilegio exclusivo de cada uno de los creyentes del Nuevo Testamento; sino que es resultado natural de llegar a ser cristiano. La iglesia del Nuevo Testamento no concebía que hubiera algún cristiano que no estuviera involucrado en el ministerio. Era algo que estaba implícito en la teología de los primeros cristianos. Era su derecho y privilegio porque Cristo había muerto por ellos.

»De alguna manera, en esta era moderna, hemos divorciado el ministerio del cristianismo básico. Ha ganado aceptación la idea de que es posible ser cristiano y no compartir las labores del ministerio. El ministerio, se han atrevido a declarar algunos, es únicamente responsabilidad del pastorado. Inclusive algunos pastores han advertido a los laicos que no entren en sus dominios. Sin embargo, ejercer el ministerio no es prerrogativa solamente del pastorado. Al contrario, es el dominio adecuado de todos los creyentes. Ese derecho fue el legado de la muerte de Cristo en el Gólgota. Limitar el ministerio al pastorado es algo totalmente ajeno a la iglesia del Nuevo Testamento. El que cada miembro se integrara al ministerio, en armonía con sus dones espirituales, era la norma para la iglesia del primer siglo. Asimismo, debe llegar a ser la norma para la iglesia de Dios de los últimos días» (págs. 31-32).

Burrill explica que «los adventistas siempre han creído en la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes» y recurre a un interesante paralelismo: «La implicación más básica de aceptar esta doctrina es la comprensión de que cada creyente tiene acceso directo al Padre por medio de Cristo Jesús. Hay un solo Mediador entre nosotros y Dios: Jesús (1 Tim. 2:5). Ningún adventista pensaría en ir a su pastor y pedirle que perdonara sus pecados. Sin duda cualquier pastor que intentara conceder tal perdón perdería sus credenciales. Debido a nuestra firme creencia en la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes, consideramos un anatema siquiera pensar en un mediador que no sea Cristo, para recibir el perdón de nuestros pecados».

Obviamente, esto no ocurre en nuestras iglesias, pero hay otras situaciones en las que los creyentes sí perciben al pastor como a un sacerdote o un clérigo, con atribuciones, espiritualidad y autoridad jerárquicamente superiores. A veces se cree que tiene un poder especial para “bendecir”. Incluso no es extraño que el propio pastor asuma este papel (me contaron el caso de un hermano que pidió que el pastor bendijera su coche nuevo; lo grave es que ¡el pastor accedió!). Si todos los miembros (empezando por los pastores) comprendiéramos la doctrina del sacerdocio universal y la pusiéramos en práctica, nuestras iglesias funcionarían más de acuerdo con la voluntad de Dios.

Según Burrill, «si cada miembro es un sacerdote, entonces cada cristiano es realmente un ministro; y por lo tanto, tiene un ministerio que ejercer. Una vez que el pueblo acepta la enseñanza del Nuevo Testamento del sacerdocio de todos los creyentes, debe aceptar el hecho de que, como sacerdotes, todos los creyentes tienen un ministerio, y todos deben identificar su ministerio, o ser considerados cristianos infieles.

»Esta comprensión de la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes nos ayudará a eliminar las distinciones artificiales que han surgido entre los laicos y el pastorado. Siendo que cada cristiano es un ministro, el pastorado no tiene ante Dios una posición más elevada que los laicos. Las oraciones de los pastores no suben más alto que las oraciones de los laicos.

»Lamentablemente, muchos laicos han considerado que sus pastores tienen un nivel espiritual más elevado que el de ellos, simplemente a causa de su función pastoral. Pero si entendemos correctamente el sacerdocio de todos los creyentes, nos daremos cuenta que no hay diferencia de rango entre laicos y pastores. Estamos todos al mismo nivel. Sin embargo, hay una diferencia funcional entre pastores y laicos. En otro capítulo consideraremos esta diferencia al examinar la descripción bíblica del trabajo del pastor.»

Efectivamente, más adelante Burrill explica la función del pastor como dinamizador que forma a los miembros para que descubran y desarrollen sus dones y participen activamente. «No obstante», continúa el autor, «debe decirse claramente ahora, que de acuerdo con la Escritura, la función del laicado es la de ejercer el ministerio. ¡Siempre que los creyentes estén ejerciendo el ministerio, estarán actuando en la capacidad de laicos, aunque pertenezcan al pastorado!»

«Al reconocer que cada creyente es un sacerdote, la iglesia del Nuevo Testamento establecía una total igualdad entre pastores y laicos» (pág. 33).


Una mala comprensión del ministerio

La mala comprensión de estas verdades ocasiona mucho daño, como explica Burrill:

«Debido a que muchos en la iglesia han estado operando bajo una teología incorrecta –que el pastor es el empleado que ha de realizar las labores ministeriales– se ha impedido el cumplimiento de la misión de la iglesia. Los pastores han pensado a veces que deben emplear a los laicos en las labores del ministerio; pero no han estado dispuestos a concederles completa libertad para ejercer dichas funciones; o para permitirles llevar a cabo un servicio significativo. Esto ha ocurrido porque el pastorado ha considerado al ministerio como una actividad, no como un modo de vida, del creyente.

»Como resultado, el pastor imagina programas para poner a trabajar a los laicos. Y en ocasiones dichos programas ni siquiera concuerdan con los dones espirituales de los miembros. Como los miembros no han estado involucrados en la elaboración de dichos programas, no manifiestan grandes deseos de ser parte de ellos. Sin embargo, el pastor necesita la ayuda de ellos. Por lo tanto, predica un sermón acerca de la testificación, haciendo que cada miembro se sienta culpable. Con este pesado fardo de culpabilidad sobre sus espaldas, el laicado se presentará para participar en el programa elaborado por el pastor, y formará parte del mismo hasta que su sentido de culpabilidad se disipe. Más adelante el pastor tendrá que predicar otro sermón para reforzar el mismo complejo de culpa. Nuevamente, algunos pocos fieles se presentan. A la larga, el sentido de culpa se irá desvaneciendo de la mente de los miembros, y habrá de afectar a muy pocos.

»Este método hace que los pastores se desanimen y sientan que los laicos son holgazanes que no quieren colaborar con él. Los laicos, por otro lado, continúan cargando con un pesado y creciente complejo de culpa. Creen que deben involucrarse, pero se sienten cada vez más incómodos con un ministerio basado en la culpabilidad.

»Nos preguntamos por qué se bloquea la obra al repetirse esta situación iglesia tras iglesia. ¿Era esto típico del proceso de testificación en la iglesia primitiva? ¿Implementaban ellos sus programas de testificación intimidando a la gente? ¡Absolutamente no!

»Para ellos, testificar era un modo de vida. Cada creyente tenía un ministerio, y toda la iglesia trabajaba unida reconociendo que cada cual tenía su responsabilidad que cumplir en la obra de Dios. Había un trabajo especial para cada miembro. […] En la iglesia primitiva se consideraba que cada miembro tenía un don espiritual, o una combinación de dones. No todos poseían los mismos dones. Dios concedía suficientes dones a su iglesia para que pudiera obrar apropiadamente. Él encaminaba a los creyentes hacia iglesias específicas tomando en cuenta que determinada persona había recibido el don que dicha congregación necesitaba en determinado momento. Cada creyente era importante y necesario.

»Cuando cada cristiano identifica sus dones y se enfrasca en las labores del ministerio, no hay frustración a causa de que los dones no concuerdan con el servicio. Cada uno es feliz con un ministerio basado en sus dones. Como resultado, la iglesia crecerá en forma natural. Por esa razón es tan importante que cada creyente descubra cuáles son sus dones espirituales. Cuando esto suceda, los miembros no mirarán con desprecio a alguien que tenga un don diferente al suyo. Trabajarán como un equipo para llevar adelante la obra de la iglesia. […]

»Debemos ir más allá del concepto de que el único lugar donde ocurre el ministerio es en la iglesia. El concepto bíblico del ministerio considera la vida entera del creyente como un ministerio. La función de la iglesia es preparar mejor al creyente para su ministerio. Es en ese sentido que la iglesia debe verse como un centro de adiestramiento para el ministerio cristiano» (págs. 34-36).


Un concepto equivocado de iglesia

Burrill sintentiza el modo en que se ha tergiversado históricamente el concepto de iglesia:

«La iglesia cristiana comenzó como un movimiento laico. Ninguno de los primeros discípulos fue entrenado para trabajar como pastor. Todos los dirigentes primitivos eran laicos. Los Doce fueron ordenados para que se dedicaran tiempo completo a la obra del ministerio; sin embargo, seguían siendo laicos, y de ningún modo estaban por encima de los demás discípulos» (pág. 36). Habría que aclarar que tras Pentecostés los Doce (y después Pablo), en cuanto apóstoles, fueron autorizados por Cristo para desempeñar una labor de profetas y comunicar a la iglesia las revelaciones e instrucciones de Dios; a pesar de ello, las decisiones eclesiales se tomaban con la presencia del conjunto de la iglesia (Hechos 15: 12, 22). Es cierto, eso sí, como dice Burrill, que «el Nuevo Testamento ordena un ministerio de tiempo completo, pero no establece la distinción» que es tan marcada hoy entre los laicos y los pastores (págs. 36-37).

«En el Nuevo Testamento, el pastorado estaba compuesto por laicos que dedicaban todo su tiempo a dirigir la obra evangélica. Los laicos eran considerados como los que ejercían el ministerio, mientras que los pastores se consideraban como entrenadores para el ministerio. Sin embargo, debido a que también eran parte del laicado, los pastores también ejercían el ministerio.

»Al avanzar la Edad Media el clero fue gradualmente colocado en un sitial más elevado en la consideración del pueblo, hasta que se desarrolló más plenamente la clase sacerdotal y el papel del laicado se fue limitando a la función de contribuir con las finanzas y observar al clero realizar su ministerio.

»El cristianismo medieval oscureció totalmente la función de los laicos. Como resultado el laicado fue manipulado y usado, pero ya no formó parte integral de la iglesia.

»Estas diferencias de estatus continuaron incluso en el protestantismo. Como resultado, la labor del laicado en la mayoría de las iglesias modernas se ha reducido a servir como espectadores, y su principal función religiosa es la de ocupar un banco en la iglesia los sábados en la mañana. Mientras los miembros hagan acto de presencia los sábados por la mañana, serán considerados miembros de iglesia en regla. Esta idea se hubiera considerado como un anatema en la iglesia del Nuevo Testamento. Ellos no podían imaginar que hubiera cristianos que no estuvieran ocupados en algún aspecto del ministerio.

»En la mayoría de las iglesias de hoy, el pastor realiza la mayor parte de las labores relacionadas con el ministerio, mientras que los laicos son espectadores. Afortunadamente, en algunas iglesias, la integración al ministerio se ha extendido hasta incluir unos pocos laicos importantes. Sin embargo, pocas iglesias han ampliado el campo de acción del ministerio para incluir a todo el laicado. En consecuencia, en la mayoría de las iglesias surgen frustraciones cuando llega el momento de elegir la comisión de nombramientos. Esto sucede porque, aparentemente, muy pocos quieren asumir responsabilidades» (págs. 37-38).

En la conclusión del capítulo, Burrill plantea preguntas muy oportunas:

»¿Será que la Iglesia Adventista del Séptimo Día, que profesa ser la iglesia remanente de Dios en los últimos tiempos, ha heredado inconscientemente conceptos que pertenecen a la Iglesia Católica Romana? ¿Será que poseemos una teología equivocada de la iglesia, y que esta teología la está lesionando en estos últimos días? […]

»Mientras no regresemos al concepto bíblico del laicado en la iglesia, seguiremos en la indiferencia laodicense, y no veremos la obra de Dios terminada. Afirmamos creer que la obra de Dios será terminada por un reavivamiento laico. Si alguna vez hemos de ver la obra de Dios avanzar como debiera, debemos hacer que nuestra iglesia sea nuevamente una iglesia laica. La iglesia entera debe estar involucrada en el ministerio de la iglesia entera. Los pastores deben estimular en forma directa las labores del laicado, y comenzar a preparar a la iglesia para el ministerio total de los laicos. Es tiempo de llamar a todo el laicado para que acuda en auxilio de la iglesia, en la completa restauración de dicho ministerio de los laicos. Ruego a Dios que podamos ver pronto ese día.»



viernes, 22 de octubre de 2010

Michael Pearson en AEGUAE


Publicado también en Café Hispano (Spectrum)

La
Asociación de Estudiantes y Graduados Universitarios Adventistas de España (AEGUAE) ha invitado para la convención de este año a Michael Pearson, vicedirector y profesor de Ética y espiritualidad de Newbold Collage, y Presidente del Centro para la Diversidad de Newbold. Su libro Millenial dreams. Seventh day Adventism and contemporary ethics, de 1990, puede consultarse en Internet.

El título de la convención es “El laberinto moral”. En la presentación de la web de AEGUAE leemos: «Cada día de nuestra vida tomamos decisiones éticas […] en el contexto de un mundo en rápida evolución, donde los valores tradicionales están constantemente cuestionados. También tomamos decisiones como miembros de una comunidad de fe que tiene que crear una respuesta inteligente y vigorosa a tales preguntas. Nuestra comunidad de fe busca orientación a tales cuestiones tanto desde la Biblia como desde sus propias tradiciones e historia. Al final, individual y colectivamente, tenemos que hacernos la siguiente pregunta: ¿Los valores morales de mi iglesia me permiten vivir bien y vivir de manera responsable en un mundo complejo?»

El profesor Pearson «examinará nuestro pasado adventista para ver qué recursos nos ofrece para hacer juicios de valor difíciles hoy en día» y «proporcionará una metodología sencilla para el examen de cualquier cuestión moral, grande o pequeña».

Las convenciones anuales de AEGUAE son desde hace más de treinta años un acontecimiento fundamental para la Iglesia Adventista española. Plantean temas que interesan a no pocos adventistas, pero que difícilmente se tratan en las iglesias locales (especialmente en las más pequeñas). Ofrecen la posibilidad de encuentro de hermanos con inquietudes similares, y los enfoques aportados allí repercuten en las iglesias, donde en ocasiones se sigue profundizando en los asuntos presentados. A través de
Aula7Activa, la editorial digital de AEGUAE, se difunden transcripciones de las propias ponencias y otras publicaciones similares.

Por todo ello, resulta estimulante comprobar que este año la convención aborda cuestiones de ética. A veces el
énfasis escatológico de nuestro mensaje ha desplazado a un segundo plano la dimensión ética del evangelio, o bien la ha reducido a los “temas morales estelares” de la tradición puritana. Como el libro de Pearson aborda fundamentalmente estos temas (sexualidad, aborto, divorcio…) es de esperar que trate sobre ellos en las ponencias, pero satisface comprobar que Pearson también ha reflexionado sobre otros asuntos no menos importantes para nuestra iglesia. Por ejemplo, Spectrum publicó su comentario sobre la lección de la Escuela Sabática del 14 de noviembre de 2009, titulado El poder: Reflexiones sobre Números 16 y 17. No me resisto a reproducir algunos párrafos y añadir destacados:

«Al estudiar la lección de esta semana, muchos de nosotros podríamos pasar por alto las verdaderas preguntas que plantea, porque no reconocemos que tenemos mucho poder, y por lo tanto, suponemos que las preguntas planteadas son para que las respondan otros. Así, podemos hablar del abuso de poder por parte de otros en el ámbito público, en el trabajo, en la iglesia, y posiblemente en contra de nosotros mismos. Cualquier molestia que el estudio nos pudiera producir, será convenientemente evitada. El estudio de la lección puede ser convertido, de esta manera, en un pasatiempo seguro; incluso tal vez en una oportunidad para permitirnos criticar a otros y expresar un poco de auto-compasión.

»Por lo tanto, el punto de partida indispensable para cualquier discusión sobre este tema es el reconocimiento de que la mayoría de nosotros ejerce cierto poder sobre los demás, por muy limitado que sea, o por muy remota la forma de hacerlo efectivo. Los adultos tienen poder sobre los niños. Los hombres tienen poder sobre las mujeres. Los ancianos de iglesia y los pastores tienen poder sobre los miembros de las congregaciones. ¡Los maestros de la Escuela Sabática tienen poder sobre los miembros de la clase! Los gerentes tienen poder sobre los empleados, y los empleadores sobre los trabajadores. Todos estamos, pues, sujetos a la posibilidad de abusar de nuestro poder y de ser corrompidos por él. La influencia es poder. Por ejemplo, la influencia económica que todos poseemos en alguna medida, aunque sólo sea al pagar en el supermercado, es un poder real.

»Para un estudio honesto del tema de esta lección, también debemos admitir que las víctimas de abusos se convierten en victimarios con demasiada frecuencia. Si reconocemos la pertinencia de estas dos afirmaciones, la conversación entrará en un territorio profundamente amenazador. Porque, ¿quién está dispuesto a admitir –en una clase de la Escuela Sabática— que alguna vez podría haber abusado de su poder sobre los demás? ¿Y quién sabe adónde podría conducir este tipo de discusión? […]

»La mayoría de nosotros somos tentados al abuso de poder en contextos muy locales, sin mayor importancia y en gran parte ocultos. La mayoría de nosotros, la mayor parte de las veces, no nos enfrentamos a una lucha moral con respecto a los efectos de largo alcance de nuestras acciones. Más bien nos enfrentamos a menudo a la pregunta: ¿Qué diferencia, si la hubiere, puede causar mi acción en el gran esquema de las cosas? Edmund Burke ofrece una respuesta: “Nadie cometió un error mayor que el que no hizo nada porque podía hacer muy poco”. Y esto plantea una pregunta que se relaciona, la de nuestros pecados de omisión. ¿No somos culpables, en algunas ocasiones, por no protestar, por no rebelarnos? Después de todo, nuestros propios antepasados adventistas fueron, de manera significativa, verdaderos rebeldes.

»Las pirámides de poder están presentes en todas nuestras relaciones humanas. Y tenga por seguro que en este mismo sábado, se llevarán a cabo muchos abusos de poder en todo el mundo en nuestras iglesias, aunque sean pequeños en su mayor parte. Nosotros no somos una excepción en este sentido. El abuso de poder ocurre en todas las formas de organización social, y a menudo se presenta con disfraces respetables. […] La respetabilidad no es garantía contra el abuso de poder.

»Y aquí está el gran enigma para aquellos de nosotros que nos llamamos cristianos y que inevitablemente participamos en varios tipos de estructuras de poder. Seguimos a Aquél que parecía sentirse más cómodo en la presencia de los débiles, los marginados, los niños pequeños, las mujeres maltratadas, los leprosos miserables, los despreciados discapacitados. ¡Jesús aspiraba, según cualquier medida convencional, a no ostentar el poder, y sin embargo es el mayor iconoclasta de todos! Pues bien, ¡aquí hay algo de lo que vale la pena hablar!»

Si Pearson anima a la audiencia de AEGUAE a profundizar en este tipo de reflexiones autocríticas, puede ser una gran ocasión para impulsar las necesarias reformas que, en primer lugar individualmente, y también como colectivo, necesitamos afrontar los adventistas. Una de los desafíos más urgentes es precisamente el de ser conscientes de cómo el mensaje de Jesús supone una subversión de la concepción mundana del poder: frente al dominio del otro, la entrega al otro; entrega voluntaria (motivada por Dios), pero no sometimiento, sino apelación a la conversión.

Como complemento, uno de los talleres (dirigido por Josué Gil, profesor de Filosofía) tratará precisamente sobre la ética de los negocios y las organizaciones, un tema aplicable a nuestra propia organización (y a nuestros “negocios” como iglesia). Otros talleres estarán a cargo de Josep A. Álvarez (profesor del Col•legi Urgell) y tratarán sobre bioética y eutanasia.

Como siempre, el nivel de la convención estará marcado por la participación de los asistentes: las preguntas, las aportaciones, los intercambios, los debates, son una oportunidad de crecimiento personal y grupal. Quiero destacar también que en esta ocasión AEGUAE ha encontrado un alojamiento de precio muy asequible, el
Albergue Juvenil Torre de Alborache. Toda la información está disponible en la página de AEGUAE.

martes, 28 de septiembre de 2010

La Iglesia Adventista y los derechos humanos

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/
Publicado también en Café Hispano (Spectrum)


La posición de la Iglesia Adventista del Séptimo Día (IASD) ante los derechos humanos es un tema amplio y complejo, que no pretendo abordar exhaustivamente aquí. Me referiré a algunos ejemplos históricos y actuales, con especial referencia a los derechos de los trabajadores.

Cuando se desarrolló el movimiento adventista en Estados Unidos a mediados del siglo XIX, la perspectiva escatológica del inminente regreso de Jesús no impidió que los primeros adventistas tuvieran una marcada conciencia social. Precisamente algunos de los mensajes destacados desde entonces de forma peculiar por nuestra iglesia están basados en la visión bíblica del ser humano, concebido como unidad inseparable de las dimensiones espirituales, intelectuales y físicas, incluyendo las condiciones de vida material y social (véase Los adventistas y la dignidad humana).

Para los pioneros, la idea de reforma era fundamental: se conoce bien la reforma a favor de la salud, pero a veces se olvida que ésta no debe entenderse sólo como una opción personal, sino también como una propuesta de cambio social. La sociedad y la sanidad contemporáneas han ido dando la razón a aquellos “extremistas” que hablaban de los peligros del alcohol e incluso del tabaco (droga relativamente aceptada en la época), y las legislaciones actuales fomentan su eliminación o limitación, así como la promoción de los alimentos que nuestra iglesia siempre defendió como más apropiados.

El antiesclavismo fue otra de las señas de identidad de muchos de aquellos hermanos, no pocos de los cuales eran militantes abolicionistas, como no podía ser menos en un país en el que hasta 1865 no se abolió legalmente la esclavitud de los negros. Los adventistas, junto a otros cristianos, también fueron pioneros en el movimiento de objeción de conciencia frente a la guerra, negándose a portar y a usar armas. Y ya en 1893 la Iglesia Adventista fundó la Asociación Internacional de Libertad Religiosa (IRLA, en inglés), la organización mundial más antigua en defensa de la libertad de conciencia, concebida ésta no como una reivindicación para los miembros de una confesión o religión concreta, sino como principio sociopolítico que debe garantizar la igualdad de todos los creyentes (y no creyentes) ante las leyes, y la libertad total en el ejercicio de lo que la conciencia dicta a cada uno.

Este espíritu de reforma social se extendía a otros campos, como el de la educación, en el que nuestra iglesia ha promovido siempre una formación global del niño y el joven, que incluya la actividad física y manual, y en la que muchachos de ambos sexos sean educados conjuntamente.


Retroceso histórico

Muchos de estos progresos sociales promovidos por, entre otros, la Iglesia Adventista han sido posteriormente reconocidos y recogidos por las legislaciones más avanzadas y por los documentos internacionales sobre distintos derechos humanos, empezando por la Declaración Universal de 1948. Pero siendo vanguardista en tantos aspectos, resulta triste comprobar cómo a lo largo del siglo XX, en muchas ocasiones, la iglesia fue replegándose en ciertos momentos clave hacia posiciones de retaguardia que negaban las raíces transformadoras del movimiento. En algunos casos han tenido que pasar décadas para que la iglesia reconociera que, frente a ciertas posiciones reaccionarias adoptadas en su momento, lo correcto habría sido tomar partido explícita y valientemente a favor de la justicia y los derechos fundamentales.

Ya con ocasión de la Primera Guerra Mundial el espíritu ultranacionalista y patriótico de la época hizo que algunos en nuestras filas consideraran el acudir al frente como un deber ciudadano, y no como una violación de la ley de Dios. En el caso de la Segunda Guerra Mundial el militarismo todavía penetró más hondamente en nuestro medio, y desde entonces la pertenencia de militares profesionales a la Iglesia Adventista se ha convertido en una situación normalizada en muchas zonas del mundo. En este caso, tristemente, no se aprecia que la tendencia sea hacia la recuperación del espíritu objetor, no combatiente y pacifista de nuestros orígenes, sino todo lo contrario. A ello se añade el silencio o la tibieza frente a guerras de agresión (véase Adventistas ante la guerra y la paz).

En lo que concierne al nazismo sí que ha habido reconocimiento de culpa. La mayoría de los adventistas alemanes no sólo callaron ante uno de los regímenes más abominables de la historia, sino que incluso practicaron infamias como cambiar el nombre de la Escuela Sabática por evitar la posible asociación con los judíos, borrar de la iglesia a hermanos de origen judío y exaltar en sus publicaciones al Führer y la ideología racista. Sólo seis décadas después, cuando todo el mundo había condenado moralmente aquel régimen, se emitió un comunicado oficial pidiendo perdón por aquellas vergüenzas.

Aparte de algunas honrosas excepciones, ante la reivindicación pacifista de derechos sociopolíticos por parte de los negros de Estados Unidos en las décadas de 1950 y 1960, la posición oficial de las IASD fue como mínimo de distanciamiento, cuando no de condena por considerar que se trataba de un movimiento “radical”. Han tenido que pasar décadas para que se reconozca explícitamente el valor y el ejemplo de aquellos hermanos que en su día, frente al abandono o el rechazo de los dirigentes, lucharon por la igualdad política de los negros y los blancos. La Adventist Review destaco hace pocos años algunos casos, como el de los cuatro jóvenes estudiantes que, pese a que en la iglesia se les dijo que su conducta era pecaminosa por participar en acciones seculares y mundanas, se unieron a la marcha por los derechos de los negros en 1965, y defendieron que las iglesias adventistas del sur del país fueran interraciales y no segregadas, como era la práctica común. O el de Terrence Roberts, el único adventista de los “Nueve de Little Rock”, un grupito de estudiantes que desafiaron a la multitud racista y violenta que quería negarles el derecho de asistir a un centro educativo por ser negros; decepcionado por la incapacidad de nuestra iglesia “de avanzar más rápido en las cuestiones raciales”, y aun reconociendo el trabajo que ya se hace (basado en los valores de nuestro mensaje), afirma: “Me gustaría decir que el mensaje de Jesús (tal como lo entiendo) es que debemos implicarnos en los asuntos de justicia social. Tenemos que preocuparnos por la gente de nuestra sociedad a quienes, por culpa de las fuerzas opresivas, no les va bien. Parece que eso es lo que hacía Jesús”. Y concluye: “Cuando miro alrededor y veo la injusticia, no puedo imaginarme afrontar el asunto sin implicarme. No creo que un cristiano […] pueda permitirse permanecer neutral.”

Estos procesos históricos resultan hoy incómodos de recordar para un adventista, pero contienen importantes lecciones para nosotros. Es necesario mirar de frente a nuestro pasado, sin edulcorarlo, a fin de no repetirlo. Y cabe preguntarse: ¿Estaremos hoy como iglesia callando ante situaciones de agresión a la dignidad humana? Si Cristo no viene antes, ¿llegará un momento en que, con perspectiva histórica, tengamos que emitir comunicados condenando lo que hicimos o dejamos de hacer en su día? Y si Cristo viene, ¿qué nos reprochará en ese sentido (véase Mateo 25: 31-46)?

Gracias a Dios, en el campo de la dignidad y los derechos humanos hay actuaciones oficiales que se orientan en la línea del evangelio: la IRLA sigue defendiendo la libertad de conciencia de toda persona; la Agencia Adventista para el Desarrollo y los Recursos Asistenciales (ADRA) no se limita a tareas asistenciales, sino que promueve el desarrollo integral de las personas y de su entorno socioeconómico… Pero hay campos en los que da la impresión de que caminamos hacia atrás. Por ejemplo, el militarismo creciente, ya mencionado. En otros casos, parece que tenemos que esperar a que un asunto se ponga “de moda” o quede institucionalizado a escala regional o global, para que la IASD se posicione claramente en esa cuestión. Entonces nos sumamos (y hacemos bien) al “día internacional contra…” o a campañas a favor de algún derecho básico. En lugar de haber sido pioneros (como lo hemos sido en otros ámbitos), aun teniendo las bases espirituales y teóricas para serlo, parecería que nos subimos al tren de la dignidad cuando éste ya está en marcha. Quizá nos haya ocurrido esto en asuntos como el cuidado del medio ambiente o la defensa de las mujeres maltratadas, por ejemplo. Resulta tan triste como necesario tener que reconocer que en ocasiones los estándares éticos y normativos “del mundo” son más elevados que los de la iglesia, bien nos refiramos al nivel teórico, bien al práctico. Al menos hemos aprendido que, en cuanto a la dignidad humana se refiere, podemos participar (individual e incluso institucionalmente) en iniciativas y campañas promovidas por otros, siempre que no transgredan los principios bíblicos.


Dignidad y derechos de los trabajadores

Un ámbito peculiar es el de la dignidad de los trabajadores. La IASD nació en el siglo XIX, cuando, con ocasión de la revolución industrial, el gran capital se configuró como el poder definitivo, y millones de obreros se vieron sometidos a condiciones de trabajo inhumanas. En este contexto, el movimiento obrero surgió, parafraseando a Marx, como un espectro que se cernía sobre Occidente. Este ambiente revolucionario y violento, con huelgas ilegales y salvajes (que no tienen nada que ver con las civilizadas huelgas de hoy en los países occidentales, reconocidas en las constituciones y en condiciones pactadas con los gobiernos), es en el que debe comprenderse la visión tan negativa que algunas citas de Ellen G. White ofrecen sobre las organizaciones sindicales y su acción social (véase el imprescindible artículo “Las cuestiones sindicales y la iglesia” en el número 20 de la revista Aula 7, págs. 14-19).

A pesar de los cambios históricos que desde entonces han tenido lugar, estas citas descontextualizadas se han blandido absurdamente durante décadas para justificar una posición actual sobre los derechos laborales y las organizaciones de trabajadores. Pero muchos hermanos no saben que también en este punto la iglesia se ha pronunciado oficialmente modificando los estereotipos anacrónicos arrastrados durante tanto tiempo. Así, la declaración Los adventistas del séptimo día y los sindicatos, emitida por el Departamento de Libertad Religiosa de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, y aprobada por el Consejo Ejecutivo de la División del Pacífico Sur el 22 de mayo de 2003, aun manteniendo las cautelas necesarias con respecto a la libertad del trabajador de no sentirse coaccionado a pertenecer a organización alguna, o aun advirtiendo sobre “el peligro de que los sindicatos puedan ser también usados como fuerzas de control y de opresión”, reconoce que, “la manera de actuar de los sindicatos y las organizaciones laborales varía enormemente” y que “en muchos países, se han constituido en una parte natural del proceso negociador”.

Es más, se entiende que “la explotación y opresión de los trabajadores han sido factores decisivos que contribuyeron al desarrollo de los sindicatos en los siglos recientes”, y se valora “el positivo impacto que algunos sindicatos han tenido en crear y consolidar el sistema de asistencia social para los débiles y los pobres, «el extranjero, el huérfano y la viuda» (Deut. 24: 20) de las modernas sociedades del bienestar. Hoy muchas personas disfrutan de los beneficios aportados por el movimiento sindical aun cuando no hayan participado en el proceso”. Este último punto resulta especialmente interesante, pues induce a pensar que si los adventistas hubiéramos participado más en la defensa de los derechos de los trabajadores, desde nuestra convicción en el derecho supremo a la libertad y la dignidad humanas y partiendo de nuestros principios no violentos, habríamos podido aportar nuestro esfuerzo a algo que hoy reconocemos como positivo: el disfrute de un nivel de vida más digno por parte de algunos trabajadores. La declaración reconoce que “esta positiva influencia” de las organizaciones obreras “ha contribuido a una libertad mucho mayor para muchas personas”, por lo que “los miembros individuales tienen el derecho de escoger si desean unirse o no a un sindicato.”

Ese mismo año, el Concilio Anual de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, celebrado el 14 de octubre de 2003 en Silver Spring (Maryland, EE.UU.), votó la declaración Pautas para las relaciones entre empleadores y empleados, en la que se lee:

Los consejos de Elena White sobre las relaciones empleador-empleado se arraigan en situaciones históricas de su tiempo y en una comprensión profética de las condiciones sociales y económicas en el futuro. Ella dio severas advertencias sobre las prácticas de los sindicatos de su tiempo. Se oponía radicalmente a las intromisiones en la conciencia de los individuos o a la interposición de obstáculos a la misión de la iglesia. Algunos señalarían que la situación es hoy notablemente diferente. En la medida en que las cosas son distintas, se necesita un cuidadoso discernimiento a la hora de identificar y aplicar los principios sobre los cuales se asientan sus consejos.”

A continuación se destacan algunos principios y valores, como que “el ambiente de trabajo no debe deshumanizar a las personas. Los empleados deberían tener acceso a procesos de consulta y discusión genuina sobre los asuntos que afectan a su trabajo y a la manera de conducirse del negocio o de la industria donde emplean sus talentos y habilidades (1 Rey. 12: 6,7; Mar. 10: 42-45; Fil. 2: 3-8)”. Igualmente, “los cristianos deben abstenerse del uso de la violencia, la coerción o cualquier otro método incompatible con los ideales cristianos como instrumentos para el logro de metas sociales o económicas. Tampoco deberían los cristianos prestar su apoyo a organizaciones o empleadores que recurran a dichas acciones (2 Cor. 6: 14-18; 10:3)”, y “los empleadores de la Iglesia Adventista del Séptimo Día deben apoyar y demostrar libertad de conciencia, así como salarios y condiciones de trabajo justas, igualdad de oportunidades, justicia e imparcialidad en todo (Luc. 10: 27)”.

También establece que “a fin de cumplir su misión divina, la Iglesia Cristiana del Séptimo Día se abstiene de alinearse con o apoyar a organizaciones políticas. Se insta a los miembros de iglesia a que preserven y protejan su propia libertad e independencia de alianzas que puedan comprometer los valores y el testimonio cristianos”, y recoge una cita de Ellen G. White (Testimonies, t. 7, pág. 84): «Hemos de usar ahora todas las capacidades que nos han sido confiadas en dar el último mensaje de advertencia al mundo. En este trabajo hemos de preservar nuestra individualidad. No hemos de unirnos con sociedades secretas ni con sindicatos. Hemos de permanecer libres en Dios, mirando constantemente a Cristo en busca de instrucción. Debemos hacer todos nuestros actos desde la comprensión de la importancia del trabajo que ha de ser llevado a cabo para Dios». Por supuesto, como se afirma en la misma declaración, White se refiere aquí a “los sindicatos de su tiempo”, que eran diferentes a los del nuestro en aspectos fundamentales.

De estos principios se desprende una reflexión: Obviamente, sería absurdo que la IASD, tanto hoy como hace ciento cincuenta años, se vinculara a un sindicato o un partido político. Pero eso no debería impedir que como iglesia se pronunciara sobre cuestiones sociopolíticas, especialmente las que afectan a la dignidad y los derechos fundamentales del ser humano (ya se hace oficialmente, de hecho; véase las listas de declaraciones oficiales y de pautas u orientaciones oficiales). La iglesia debe proclamar ante la sociedad el valor infinito de cada vida humana y la libertad e igualdad inalienables de todas las personas, sin miedo a ser asociada con colectivos sociales muy distintos a nuestra misión (incluso opuestos a ella) que enarbolen las mismas causas.

Hace dos mil años un “radical” escribió: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3: 28). Este ideal “en Cristo”, este principio básico para la iglesia, ha recorrido la historia de Occidente y ha sido adoptado como enseña, también en su dimensión laica, por los más variados movimientos a favor de los derechos humanos. ¿Abandonaremos los adventistas estos ideales porque otros colectivos los hayan adoptado? Aunque somos conscientes de que el mundo deriva hacia un cataclismo moral, político, económico y social, no por ello nos resignaremos a aceptar la injusticia, la opresión o la discriminación, sino todo lo contrario. Jamás trataremos de imponer, y menos por la fuerza, los principios bíblicos, pues la imposición es la negación del evangelio. Pero debemos aprovechar toda oportunidad de defender al débil, aun en contextos sociales en que esté “mal visto”.


Defensa de los desfavorecidos

La IASD reivindica el valor permanente de los principios revelados por Dios en el Antiguo Testamento. Considerando superado el marco teocrático en que se establecieron, creemos que los valores relacionados con la salud, la alimentación, el medio ambiente o el trabajo siguen siendo válidos. Por supuesto, han sido profundizados y ampliados por Jesús y los apóstoles, pero no abrogados. De ahí que el clamor por la justicia social y la defensa de los explotados que encontramos en los profetas del antiguo Israel siga siendo una exigencia ética de la iglesia actual. Debidamente contextualizadas, la iglesia debe proclamar las palabras del Señor: “Vosotros habéis devorado la viña, y el despojo del pobre está en vuestras casas” (Isaías 3: 14). “¡Ay de los que decretan leyes injustas, y escriben tiranía que ellos han prescrito, para apartar del juicio a los pobres, y para quitar el derecho a los afligidos de mi pueblo; para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos!” (Isa 10: 1-2). “Vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapatos: […] codician aun el polvo de la tierra sobre la cabeza de los pobres, y tuercen el camino de los humildes” (Amós 2: 6-7).

El mensaje de Jesús está impregnado de la misma reivindicación del débil y de la consiguiente responsabilidad del rico (Lucas 6: 20, 24). Y la carta de Santiago presenta un panorama de lo más actual, con advertencias si cabe más contundentes que las de los profetas: “¡Vamos ahora!, los que decís: ‘Hoy y mañana iremos a tal ciudad, estaremos allá un año, negociaremos y ganaremos’, cuando no sabéis lo que será mañana. Pues ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais decir: ‘Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello’. Pero ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia semejante es mala” (Santiago 4:13-16).

Santiago no condena la realización de negocios, sino la actitud de soberbia con que se llevan a cabo, sin querer reconocer que toda bendición procede de Dios, y que sin esa perspectiva trascendente cualquier ganancia es pura vanidad. De ahí que a continuación advierta: “El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, comete pecado” (v. 17). Y seguidamente detalla que lo bueno que han dejado de hacer es básicamente el tratamiento justo a los empleados, agravado por el contraste con su propio estilo de vida lleno de placeres: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas y vuestras ropas, comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos y su moho testificará contra vosotros y devorará del todo vuestros cuerpos como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días finales. El jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros, clama, y los clamores de los que habían segado han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra y sido libertinos. Habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo, sin que él os haga resistencia” (5:1-6).

Este panorama socioeconómico de explotación, común a toda la historia de la humanidad, cobra un sentido especial en nuestros días, cuando la acumulación de capital por parte de unos pocos contrasta con la angustiosa miseria de la gran mayoría. El capitalismo actual, de mano de sus principales actores (las grandes compañías multinacionales y las mafias globales), se ha convertido en un sistema de saqueo y extorsión del hombre por el hombre: intermediarios que succionan el sudor de familias enteras que, tras duros meses de trabajo, sólo obtienen una miseria a cambio, pues los mercados internacionales sólo entienden de “competencia”; millones de niños esclavos, a veces apartados de sus familias, realizan duras tareas mineras e industriales por un salario miserable, o por ninguno; redes de tráfico de personas compran y venden mujeres, niñas y niños para que se abuse de ellos, engrosando las cuentas corrientes de respetables hombres de negocios; los derechos sociales y laborales son recortados drásticamente con excusa de la crisis económica global (en el contexto más amplio, y más angustioso, de restricción global de las libertades individuales y sociales)... El propio pasaje de Santiago considera este panorama de explotación como señal de la segunda venida de Cristo: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor […] Afirmad vuestros corazones, porque la venida del Señor se acerca. […] El Juez ya está delante de la puerta» (Santiago 5: 7-9).

Ahora bien, de ningún modo este panorama invita a la pasividad. Si algo caracteriza al cristianismo genuino es la búsqueda de la justicia. El propio Santiago ofrece una de las definiciones más prácticas y solidarias de nuestra fe: «La religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse sin mancha del mundo» (Santiago 1: 27), y anima en su carta a desarrollar una fe dinámica que se traduzca en obras (2: 14-26). Mientras esperamos el inminente regreso de Cristo, nuestra tarea es esforzarnos por llevar un estilo de vida acorde con nuestros ideales, y posicionarnos claramente contra la explotación del hombre por el hombre.

sábado, 17 de julio de 2010

Carta abierta a un dirigente adventista

Apelando a una mayor transparencia en el ministerio
Por Carlos Medley
(http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/)


En diciembre de 2009 la Adventist Review publicaba el artículo Open Letter to an Adventist Leader de Carlos Medley, editor de esa publicación y de Adventist World. Ofrezco la traducción por considerar que sus reflexiones pueden aplicarse a la iglesia española, y porque plantea cuestiones fundamentales para nuestro funcionamiento institucional que, tristemente, no se caracteriza por la transparencia. Muchos consideran que pedir a los dirigentes que den explicaciones sobre sus decisiones supone una falta de confianza hacia ellos, cuando en realidad es al revés: cuanta mayor transparencia hay, más se fomenta la confianza y más fácilmente se neutraliza la suspicacia. Y además los dirigentes también deben mostrar confianza en el conjunto de los creyentes, y no sólo los miembros comunes hacia los líderes (léase Entre vosotros no será así).

La responsabilidad de promover la transparencia corresponde a todos: los miembros deben solicitar a los dirigentes explicaciones sobre su gestión; los dirigentes deben ver esta solicitud como el deseo de participar activamente en la iglesia, y no como una deslealtad (o “falta de fe”, como a veces se dice, cuando el único depositario de nuestra fe debe ser Dios, no los hombres, por muy dirigentes que sean). Y son precisamente ellos, que conocen el funcionamiento institucional, quienes deben poner entre sus objetivos explicar al conjunto de la iglesia las normas y reglamentos, promoviendo la participación de todos (léase
Política eclesiástica). Jonás Berea


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Querido pastor ____________:

A menudo examino webs adventistas en busca de nuevos asuntos relacionados con la iglesia. Hace unos meses, mientras navegaba en la web de su asociación, me fijé en el post de su blog fechado el 5 de marzo de 2009. En él usted se hacía las siguientes preguntas:

“¿Cuáles son tus expectativas sobre los dirigentes de la iglesia? ¿Qué idea tienes sobre los administradores adventistas? ¿Cómo pueden los dirigentes de la iglesia mostrar más autenticidad y tener una mejor relación con los miembros del cuerpo de Cristo? En una escala del 1 al 10, ¿cómo puntuarías, en cuanto a su interés apasionado por la gente, a los dirigentes de tu iglesia a los que conoces personalmente?

Mi primera reacción a sus preguntas fue de auténtica alegría. Estoy encantado con la transparencia que usted ha mostrado formulando esas preguntas en un foro público. A la vez que comparte sus preguntas con los adventistas de su zona, también pueden verlas personas de todo el mundo.

Creo que le honra tratar de saber cómo servir mejor a sus electores. Sus preguntas muestran una voluntad de ser responsable, no sólo ante autoridades superiores, sino también ante los miembros de base a los que sirve. Pocas veces veo que los dirigentes de la iglesia planteen esas preguntas en un foro abierto.

La responsabilidad es uno de los sellos distintivos de la integridad en el liderazgo. Fomenta la fiabilidad, la confianza y la empatía hacia el dirigente. También disipa los malentendidos.

A la vez que me alegro por sus preguntas, estoy preocupado porque –en el momento de escribir esta carta– nadie ha respondido a su post. Espero eso que no sea indicativo de las expectativas de sus electores. A fin de cuentas, las expectativas desempeñan un papel importante en la calidad del liderazgo recibido.

Como sus electores no han respondido a sus preguntas, voy a compartir algunos pensamientos con usted. Quiero ver más transparencia en cómo gestionamos los asuntos de Dios. Demasiado a menudo los miembros de la iglesia están privados del conocimiento de las claves sobre el progreso, los desafíos, o incluso la estructura de nuestras asociaciones, uniones de asociaciones y divisiones.

A través de Internet nuestros dirigentes podrían hacer que estuvieran disponibles estados de cuentas auditados, informes sobre bautismos y feligresía y planes estratégicos para los miembros. Creo que los miembros de la iglesia quieren saber cómo se están usando las ofrendas a fin de construir el reino de Dios.

Hace unos años un dirigente de la División Norteamericana compartió su informe en mi iglesia local. Nuestros miembros estaban maravillados con lo que vieron y oyeron. La información les ofreció una visión de las operaciones de la iglesia que nunca antes habían oído. Es cierto que algunas de estas informaciones se comparten con los delegados en las sesiones de nombramientos y en las reuniones de los consejos ejecutivos, pero los miembros que se sientan en los bancos se enteran de muy poco o de nada. Presentar tal información recordará a nuestros miembros que su iglesia se extiende más allá de la congregación local.

La transparencia también debería manifestarse en nuestro proceso de gobierno. Por ejemplo, las iglesias normalmente eligen uno o más delegados para las sesiones de elección de las conferencias. Entre estos delegados se selecciona una comisión de nombramientos. Una vez que los delegados son elegidos, ¿por qué no se publican sus nombres y los de los miembros dicha comisión en la página web de la conferencia, o en un boletín de la unión? Esto ofrecería a los miembros la oportunidad de compartir ideas y preocupaciones y de participar más en el proceso.

A menudo se presentan los asuntos principales a los consejos ejecutivos, como ocurre con los planes para nuevas edificaciones, o incluso la decisión de cerrar una escuela o de reducir personal. En la medida en que sea posible, esta información debería estar inmediatamente disponible por adelantado para los miembros a través de Internet o en un boletín de la conferencia. Esto también permite que los miembros estén informados. Y esta información fomenta la confianza y la lealtad.

Aunque hay otros medios de fomentar la transparencia, debo terminar mi carta ya. Gracias por plantear estos temas. Son cuestiones que todo dirigente debería preguntarse.
Carlos Medley

martes, 15 de junio de 2010

Dijimos que estaba bien… y es que (en parte) estaba bien

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/


Desde hace años circula por Internet un texto titulado “Y dijimos que estaba bien”. Me ha llegado en diversas ocasiones y en formatos variados, reenviado por hermanos que por lo visto encontraron que contenía un mensaje sabio y apropiado. Analicemos lo que dice ese texto. Se presenta así (corrijo los abundantes errores de ortografía y de puntuación, y añado algunos destacados):



«En la entrevista que le hicieron a la hija del respetado conferencista internacional Dr. Billy Graham en el Early Show, Jane Clayson le pregunto: “¿Cómo pudo Dios permitir que sucediera esto?” (se refería al ataque del 11 de septiembre).

»Anne Graham, dio una respuesta llena de sabiduría. Dijo: “Al igual que nosotros, creo que Dios está profundamente triste por este suceso, pero durante años, hemos estado diciéndole a Dios que se salga de nuestras vidas…. Siendo el caballero que es, Dios se ha retirado; entonces, ¿cómo podemos esperar que Dios nos dé su bendición y su protección cuando le hemos exigido que nos deje solos?”»


Ya esta introducción debería hacer saltar algunas alarmas a los cristianos bíblicos. Es comprensible que, ante la manifestación brutal, masiva e indiscriminada del mal, los cristianos nos cuestionemos dónde está Dios. También lo es que nos hagamos esa pregunta de forma especial cuando los zarpazos diabólicos nos afectan más de cerca. Para cada uno su dolor es único. Pero ante las grandes desgracias el cristiano no debería olvidar que la tragedia que ha recaído sobre él o su entorno es una más de las que constantemente se están produciendo en el mundo. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 (sobre cuya verdadera autoría habría mucho que decir) fueron singulares por muchos motivos, pero son una más de las infamias que Dios permite que ocurran en un mundo en el que dejamos que miles de niños mueran diariamente de hambre evitable, cuando no planificada, en el que se prodigan las guerras (muchas de ellas promovidas por la potencia donde tuvo lugar el 11-S) con riadas de muertos, en el que se intoxica a comunidades enteras, en el que se tortura en cárceles secretas… (Respecto a las catástrofes naturales que Dios también permite, véase el excelente comunicado de un grupo de teólogos ¿Dios en Haití?).

Atendamos a la respuesta de Anne Graham. Según ella, el 11-S ocurrió porque durante años se le ha estado diciendo a Dios que salga de sus vidas. Pero, ¿quién se supone ha dicho eso a Dios? Por lo que sigue, entendemos que se refiere al pueblo estadounidense. Sin llegar a expresarlo tan brutalmente, la concepción de fondo es la misma que la del teleevangelista Jerry Falwell ante el mismo acontecimiento; dijo entonces: «Dios sigue levantando el telón y permite a los enemigos de Norteamérica que nos inflijan lo que probablemente nos merecemos. […] Creo que sólo acabamos de descubrir la antecámara del terror. Ni siquiera hemos empezado a ver lo que pueden infligir a la mayoría de la población». A continuación atacó a los tribunales federales y todos los que «expulsan al Señor de la esfera pública». Según él, en relación con los atentados «los abortistas deben cargar con un parte de culpa, ya que uno no puede burlarse de Dios. Y cuando destruimos 40 millones de bebés inocentes, a Dios le da rabia. Estoy convencido de que los ateos, los abortistas, las feministas, los gays y las lesbianas que se esfuerzan activamente para que esto sea un modo de vida alternativo, la ACLU [la Unión Americana por los Derechos Civiles], los People for the American Way, todos esos que han intentado secularizar Norteamérica... los señalo con el dedo y les digo: habéis permitido que esto suceda

En una trasposición simplista de ciertas afirmaciones del Antiguo Testamento, estos representantes de la conocida como “Derecha Cristiana” consideran que Dios bendice a la nación estadounidense (elegida como un nuevo Israel por sus orígenes supuestamente cristianos) cuando los valores éticos de su sociedad se ajustan a la Biblia. Para ellos, Dios no puede perdonar las conductas sexuales inapropiadas y la retirada de símbolos religiosos del ámbito público.

¿Cuáles fueron los graves pecados de Estados Unidos por los que, según Anne Graham, Dios permitió el 11-S? Escuchémosla:

«A la luz de los sucesos recientes creemos que todo comenzó cuando Madalyn Murray O'Hair se quejó de que no quería que se orara en las escuelas y dijimos que estaba bien; ella fue asesinada y hasta hace poco no se descubrió su cuerpo.»

Por lo visto, la nación estadounidense no cometió un pecado colectivo grave hasta los años sesenta del siglo XX (Dios no les retiró su bendición por la esclavitud legal de los negros hasta la Emancipación de 1865, ni por las guerras imperialistas como la de Cuba, ni por las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, ni por la discriminación racial institucionalizada hasta la década de 1960…). Sólo empezó a retirar su protección cuando O’Hair, una polémica activista atea, consiguió una sentencia del Tribunal Supremo según la cual que no se puede obligar a los alumnos de los colegios públicos a orar y a recitar versículos de la Biblia. Para Graham, como para tantos otros representantes del fundamentalismo evangélico, esta sentencia significa una agresión a la libertad religiosa, cuando lo cierto es que simplemente protege la libertad de conciencia de los estudiantes, y establece la separación de la iglesia y el estado, tal como proponen la Biblia y los propios principios fundacionales de la nación estadounidense. Para colmo de desviaciones anticristianas, Graham sugiere que el asesinato de O’Hair y la desaparición de su cadáver constituyen una consecuencia lógica o un justo castigo a su militancia atea.

Graham continúa su discurso: «Luego alguien dijo que mejor que no se leyera la Biblia en las escuelas. La Biblia dice: “No matarás, no robarás, amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y dijimos que estaba bien». Y es que estaba bien, añado yo, pues esas disposiciones prohíben un adoctrinamiento confesional en las escuelas. En sus esquemas simplistas y maniqueos, Graham sugiere que si no se impone este adoctrinamiento, es lógico que la gente mate, robe y no ame a su prójimo, y defiende que todos los niños, independientemente de su religión, deban recibir enseñanza religiosa de una confesión concreta.

Sigamos:

«Luego el Dr. Benjamin Spock dijo que no debíamos pegarles a nuestros hijos cuando se portan mal porque sus pequeñas personalidades se truncarían y podríamos lastimar su autoestima. Concluimos que los expertos saben lo que están diciendo…. Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN».

Por lo visto, este hombre también cosechó las consecuencias de sus actos, pues, continúa el mensaje, «el hijo del Dr. Spock se suicidó» (se entiende que fue porque su padre no le había pegado nunca).

«Luego alguien dijo que los maestros y directores de escuelas no deberían disciplinar a nuestros hijos cuando se portaban mal. Los administradores de las escuelas dijeron que más valía que ningún miembro de las escuelas tocara a ningún estudiante que se portara mal, porque no queremos publicidad negativa y porque no queremos que nos demanden (hay una diferencia entre disciplinar y golpear, cachetear, humillar, patear, etc.). Y dijimos que estaba bien».

Sin duda, el deterioro de la autoridad del cuerpo docente es un mal del que se derivan agresiones a profesores y la generalización de la indisciplina. Pero de ningún modo se puede pensar que la solución es el regreso a un modelo educativo en el que el los niños pueden recibir golpes de los maestros. Lo cierto es que un amplio porcentaje de padres y profesores de aquel país aprueban estos métodos (ver El castigo corporal persiste en las escuelas de EEUU amparado por la ley).

A continuación, Anne Graham cita una serie de tendencias que, efectivamente, no están bien y son dignas de crítica, no sólo desde un punto de vista cristiano, sino también desde la ética laica y el sentido común:


«Luego alguien dijo: “Dejemos que nuestras hijas aborten si quieren y ni siquiera tienen que decírselo a sus padres. Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN.

»Luego, uno de los miembros del Consejo Administrativo de las escuelas dijo: “Ya que los muchachos y las chicas ‘lo van hacer’, démosles condones a todos los muchachos para que puedan divertirse al máximo y no tenemos que decirles a sus padres que se los dimos en las escuelas.” Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN».

»Después alguien dijo: “Vamos a imprimir revistas con fotografías de mujeres desnudas y decir que es arte, ‘una apreciación sana y realista de la belleza del cuerpo’… Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN.

»Y luego, alguien más, llevó mas allá esa apreciación, publicando fotografías de niños desnudos, llevándolas aún más allá cuando las colocó en Internet. Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN. Ellos tienen derecho a su libertad de expresión….

»Luego la industria de las diversiones dijo: “Hagamos un show por televisión y películas que promuevan lo profano y la violencia, el sexo ilícito…” Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN.

»Grabemos música que estimule las violaciones, el uso de las drogas, los suicidios, los temas satánicos y las depresiones…Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN.

»Además agregamos: “No es más que diversión, no tiene efectos negativos, de todos modos nadie lo toma en serio, así que ¡adelante!” Y DIJIMOS QUE ESTABA BIEN.

»Ahora nos preguntamos:


¿Por qué nuestros niños están tan alterados, parecen no tener conciencia y no tener capacidad de distinguir entre el bien y el mal?

¿Por qué no les preocupa tratar mal a sus compañeros de escuela?

¿Por qué no respetan a sus padres ni a sus autoridades en la escuela?

¿Por qué tenemos tanta juventud violenta viciosa y muchos de ellos deseando suicidarse?

¿Por qué hay tantas familias deshechas, adulterios, engaños, etc.?

»Probablemente, si lo pensamos bien y reflexionando, encontraremos la respuesta. Tiene mucho que ver con que “LO QUE SEMBRAMOS ES LO QUE RECOGEMOS”.»


Estas últimas reflexiones son muy apropiadas: Es una realidad que en Occidente hay una preocupación por la falta de valores entre los jóvenes (y en el conjunto de la sociedad), que no se ve correspondida con un comportamiento responsable en relación con las principales fuentes educativas (principalmente, los medios de comunicación). La crítica de Graham aquí es muy acertada. Tal como lo expresó el filósofo estadounidense John Dewey: “Nos reímos del honor y luego nos sorprendemos de encontrar traidores entre nosotros”. Si descuidamos o despreciamos la capacidad de influencia ética de nuestros hábitos, no nos sorprendamos de la degradación moral de nuestro entorno social.

Ahora bien, respecto a la sabia sentencia “lo que sembramos es lo que recogemos”, no olvidemos que las reflexiones de Anne Graham son una respuesta a la pregunta inicial de cómo pudo Dios permitir que sucediera el 11-S. De modo que el argumento de fondo de todas estas reflexiones (las sensatas y las insensatas) sigue siendo que Dios ha permitido los ataques terroristas debido a la degradación moral de la sociedad estadounidense.

Graham concluye:

«Es curioso comprobar cómo hay artículos lujuriosos, crudos, vulgares y obscenos que circulan libremente por el ciberespacio…. Pero la conversación con Dios en público se suprime en las escuelas, en los lugares de trabajo y a veces hasta en el hogar.

»Es curioso ver como nos preocupa más lo que piensan los demás de nosotros, que lo que Dios piensa de nosotros.»

Vuelve a mezclar peligrosamente el plano personal con el público. Como cristiana, es lógico y loable que promueva la oración en el hogar. Pero desde el punto de vista cristiano es inaceptable que en las escuelas y en los lugares de trabajo se establezca la oración como práctica obligatoria para todos los presentes; precisamente porque la oración es una vivencia personal y espontánea del creyente, no se puede institucionalizar, y menos en espacios públicos.

En el amplio listado de desviaciones éticas propias de Estados Unidos que menciona Anne Graham, llaman la atención algunas ausencias como las siguientes (por supuesto, algunas de estas realidades se podrían referir a otros países, pero me centro en Estados Unidos por ser el país del que habla Graham):

- La persistencia de movimientos racistas violentos, del estilo del Ku Klux Klan, sobre todo en las zonas más religiosas del país.

- El apoyo mayoritario a la pena de muerte, que en Estados Unidos se practica incluso contra menores (en el momento de cometer el crimen) y discapacitados. Un amplio porcentaje de sus ciudadanos expresan que desearían presenciar una ejecución.

- La presencia legal de menores de edad en el ejército estadounidense.

- El trabajo de miles de personas en condiciones de semiesclavitud en los estados de la Unión en los que hay mayor número de inmigrantes, en sectores como la prostitución, los empleados domésticos, la agricultura, las fábricas textiles y la hostelería.

- El expansionismo imperial y militar estadounidense, mediante incontables guerras e intervenciones armadas en todo el mundo (más intenso, precisamente, desde el 11-S).

- La avaricia de los banqueros y grandes capitalistas (muchos de ellos profesos cristianos), que promueve las desigualdades socioeconómicas hasta extremos escandalosos y que desequilibra los mercados, creando crisis que afectan a toda la población.

- El consumismo materialista de la sociedad estadounidense, el más exagerado y enfermizo del planeta.

- La posesión generalizada de armas de fuego por parte de la población.

- La existencia de numerosas milicias armadas, muchas de ellas autodenominadas “cristianas”.

El que ella no mencione estos pecados como abominables para Dios se debe a que su trasfondo ideológico coincide con el de la “Derecha Cristiana”, una corriente de origen evangélico (pero cada vez con mayor apoyo de católicos, judíos y derechistas seculares) contraria a la separación de la iglesia y el estado, y partidaria de la guerra, el uso de armas, la pena de muerte, las acciones militares del estado de Israel, la imposición de su visión religiosa en las instituciones… (consúltese el interesante libro de Clifford Goldstein, ¿Una nación bajo la autoridad de Dios?, Buenos Aires, ACES, 2002).

A veces nos llegan mensajes reenviados masivamente que, en una lectura superficial, nos parecen edificantes desde el punto de vista cristiano, pero que contienen ideas peligrosas. Analicemos críticamente estas cadenas, teniendo en mente que los mayores engaños del mundo actual no vienen de fuentes antirreligiosas, sino precisamente de personas que, diciendo defender la fe cristiana, promueven la imposición de sus creencias al conjunto de la sociedad. Como bien advierte Pablo, “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos” y podremos ser engañados por quienes se expresen “teniendo apariencia de piedad, mas negando la eficacia de ella” (2 Timoteo 3: 1-5).

Una versión de este mensaje en forma de presentación de diapositivas añade la típica apelación de las cadenas enviadas por correo electrónico: «Es curioso ver cómo, cuando envíes este mensaje, no se lo mandarás a mucha gente que está en tu lista de direcciones porque no estás seguro de sus creencias, o lo que pensarán DE TI por enviárselo. Alguien sacó el tiempo para enviármelo, yo para arreglarlo y pasártelo, ahora espero que hagas lo que creas que está bien.»

Parafraseando a Anne Graham, diremos: “Nos llegaron mensajes anticristianos con apariencia de piedad, los reenviamos a todos nuestros contactos… y dijimos que estaba bien”.


miércoles, 19 de mayo de 2010

La honra del ungido

Por Juan Ramón Junqueras
(http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/)


(Con autorización del autor, reproduzco este texto de Juan Ramón Junqueras tomado de su blog PredicAndo en el desierto. Me he permitido añadir unos destacados en negrita. Junqueras ofrece sus interesantes aportaciones en otros blogs, como La Escuela Sabática con otros ojos y 2 a media luz. Jonás Berea)

Últimamente estoy viviendo en tercera persona (y digo “estoy” porque aún no ha acabado, ni sé cómo acabará…) un caso de disciplina eclesiástica, a mi entender profundamente surrealista. Una amiga ha sido puesta en voto de censura (estado disciplinario de membresía comunitaria que merma sus derechos en tanto que miembro de la iglesia) por llamar públicamente mentiroso al clérigo de su comunidad.

Aunque obviaré los detalles más escabrosos, y los múltiples atentados al principio evangélico de la disciplina, que marca de forma irrenunciable el trayecto a seguir en estos casos (reprender en privado; hacerlo después de forma discreta en el marco de un grupo reducido de dirigentes, de forma que el disciplinado encuentre un marco humano en el que explicarse; y, en último extremo, exponer el caso a la comunidad, con el fin de encontrar una solución que contemple, ante todo, la restauración comunitaria del reprendido), os contaré que la razón aducida públicamente para este acto disciplinario, en palabras de otro clérigo de rango administrativo superior al primero, fue que no se puede poner en cuestión “la honra de un ungido”. E incluso habiendo pedido perdón al dirigente, ante toda la comunidad, mi amiga fue disciplinada en esa misma reunión.

Lo más difícil y lo más exigente que hay en la vida son las relaciones humanas, saber vivir y convivir con los demás. En esto, y sobre todo en esto, es donde se ve la calidad de una persona y la densidad de un proyecto comunitario. Por esto se comprende que, en este ámbito de la vida sobre todo, es donde Jesús se empleó a fondo.

Dicen los historiadores de la cultura y de la antropología que el valor supremo en las sociedades mediterráneas del siglo I era la honra. En tiempos de Jesús, por salvar y asegurar la honra, el buen nombre, la dignidad personal o social, la gente agredía a los demás, los menospreciaba y, si era preciso, hasta los mataba.

Ahora bien, sabemos de sobra que Jesús rompió con la honra, o con la dignidad de un cargo, en cuanto valor determinante de la vida. No le importó el cargo que alguien ostentase, cuando entendía que tenía algo que recriminarle:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! (Mt. 23:27)

El apóstol Pablo también tenía claro que la escala jerárquica en la iglesia primitiva no debía otorgar más dignidad eclesiástica a quien la ostentaba:

Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo. (Fil. 2:3)

La prevalencia de la honra como valor determinante en la vida divide, separa y enfrenta a las personas. Y las enfrenta hasta el extremo de generar odios y violencias inimaginables. Desde el momento en que la honra propia se sitúa en el centro de la vida y de la convivencia, los excluidos brotan y se multiplican por todas partes. Nacen, entonces, las competitividades y los enfrentamientos, e incluso sale a la luz lo peor de nosotros mismos, percibiendo como insoportables a todos aquellos que nos deshonran, y permitiéndonos hacer lo necesario para que nuestro buen nombre prevalezca.

Jesús le dio a todo esto un giro radicalmente distinto, proponiendo que todo se reduce al “principio del respeto” como fuerza determinante de la vida. Lo cual parece una afirmación ingenua y simplista. Pero que, en realidad, es una formulación que engloba el mensaje central del evangelio. Me explico:

El principio del respeto es, ante todo, no simplemente “ser bueno” y menos aún “bonachón”. Respetar es vivir de tal manera que quien se siente respetable se caracteriza por el hecho de que contagia respeto porque lo tiene hacia los demás. El respeto no se predica, ni se enseña. No se demanda ni se impone. Sólo una persona que se respeta a sí misma puede hacerse respetar por los otros. Es evidente que muchas veces no nos sentimos felices en la vida, ni con lo que nos hacen los demás. Pero ahí, y entonces, es cuando emerge la calidad de la persona o del grupo que, por encima de sus personales estados de ánimo o de sus problemas con alguien, es capaz de seguir contagiando a ese alguien, bienestar, sosiego, paz… En definitiva, es capaz de respetarle.

Ser respetable es no querer jamás, ni por nada, distinguirse y situarse por encima de otros. Se trata, en efecto, de la condición en que viven quienes no admiten ser superiores ni más dignos que los demás. Ni soportan ir por la vida como seres sagrados o consagrados, que merecen un respeto al que otros no tienen derecho. Por eso, los privilegiados de siempre, los amigos de dignidades, títulos, oropeles o tronos de honor no quieren ni oír hablar de este tipo de respeto. Y dicen que eso es “relativismo” o “pérdida de valores”. En realidad, se trata de gentes de baja calidad humana, personas que andan sobradas de autoestima, eternos complacientes en su propio ego, individuos que nunca van a ninguna parte porque nunca salen de sí mismos, ni paran de dar vueltas en torno a su propia honra y dignidad, supuestamente conferida por una función eclesiástica, sobrecargados de cargos y bloqueados en la burbuja de semejante payasada.

Ser respetable es, ante todo y sobre todo, tener respeto a los demás, a todos, sean quienes sean. Sin pasar factura jamás, y por más que uno se crea con derecho a pasarla. Por eso, el respeto es tolerancia y aceptación del pluralismo. Aceptación, incluso, de la crítica a la propia función.

Pero está claro: vistas así las cosas, resulta evidente que el respeto, vivido de forma tan incondicional, es seguramente la actitud más difícil de la vida. Sobre todo cuando se imponen razones de valor absoluto que pueden justificar y hasta exigir que se les falte el respeto a otros, “por el bien de ellos mismos”. Las religiones y los personas religiosas (que no espirituales) suelen ser expertas en este tipo de manejos turbios y refinadamente hirientes. Argumentando, además, que hacen eso por “caridad cristiana” o por “fidelidad a la institución”.

Es entonces cuando se descomponen la bondad y el respeto mutuo, justificándolo todo, incluso el peor de los atropellos, en virtud de argumentos “bondadosos”: “Lo hacemos por tu bien”; “Es lo mejor para ti en estos momentos”; “Te censuramos para que reflexiones”; “Esperamos que esto te ayude a ver tu error”. Se hace patente, entonces, el sarcasmo de la mayor hipocresía. Y, desde luego, la supuesta honra de un clérigo al que se ha llamado mentiroso (sea o no sea verdad que lo sea) no debería ser el tobogán por el que se lance la comunidad hacia un proceso disciplinario que tenga, como único objetivo, la restauración de la dignidad de un “ungido”

Las distintas iglesias, y por supuesto la nuestra, necesitan un replanteamiento radical de sus formas de actuar para la disciplina o el castigo eclesiástico, y de las propias bases que los sustentan. Porque, a veces, si pretendemos estar haciendo así la voluntad de Dios, parecen inventados por el peor y más vengativo de los dioses.

En esta dificilísima tarea de la disciplina eclesiástica deberíamos saber rescatar el espíritu del evangelio: el amor fraterno. No es la ley lo que debemos defender, ni de su prevalencia somos garantes. Lo somos, si lo somos de algo, del ser humano que se ve destruido en el mismo seno de nuestra comunidad. En este sentido, es mucho lo que la comunidad cristiana organizada tiene que revisar. Debemos preguntarnos sinceramente hasta qué punto nuestro sistema disciplinario, en todos sus niveles, es signo de un amor que redime al creyente o de una ley que lo reprime.

Esta sola consideración sería suficiente para un serio y largo examen de conciencia. En muchos casos podremos, sí, dejar a salvo esa ley y esa honra que tanto nos esforzamos por salvaguardar. Pero deberemos preguntarnos si el precio que tendremos que pagar será siempre la destrucción del individuo. Esa destrucción que se obra en su ser más íntimo, al verse avasallado por una ley que no entiende ni comprende.

¿Hasta qué punto una moral represiva, que castiga con la exclusión al que disiente, o en el mejor de los casos con el ostracismo, educa al creyente… o lo empuja a vivir exactamente al contrario de lo que le imponemos, con el agravante de la desilusión y el más negro resentimiento? Antes de condenar y castigar, deberíamos hacer examen de conciencia.

El evangelio se mueve sobre esta base: restaurar al hermano, buscar su bien más profundo, mostrarle el respeto y el amor que se le debe como miembro paritario de nuestra misma comunidad. Restaurar, no como jueces omnipotentes, o como padres que se olvidan de que sus hijos están creciendo. Restaurar acercándonos al ser humano, dialogando con él sobre sus problemas y dificultades, comprendiendo su situación, esperándolo todo el tiempo necesario para que dé su respuesta, y respetándolo aunque su respuesta no sea la que esperábamos.

Que este estilo educativo supone un cambio en nuestro esquema disciplinario está fuera de toda duda. Que lo exige el evangelio del amor, también lo está. Con este amor fraterno como premisa fundamental, pensemos ahora todo lo que está sucediendo en el seno mismo de nuestras comunidades, y veamos juntos cuál puede ser la forma más adecuada de que nuestras congregaciones sean levadura y fermento de una vida nueva.

Más que perseguir la honra del “ungido”, persigamos las huellas de Jesús, que hasta a Judas acogió en sus horas más amargas. Jesús no toleró cualquier forma de religiosidad. Desde luego, la que deshumaniza a quienes se identifican con ella, no. Y tampoco a los que se identifican incondicionalmente con los turbios e inconfesables intereses que suelen aparecer en los grupos y personas religiosas al uso. El verdadero “Ungido de Dios” vivió abriendo espacios a los oprimidos, preparando caminos a los que se sienten desorientados, curando a los heridos, restaurando a los avasallados por el poder religioso, agrandando a los pequeños, y poniendo en el sitio que se merecen a aquellos que, en vez de cuidar al rebaño, se empeñan en diezmar el comino.


viernes, 12 de marzo de 2010

El cristiano y la guerra

El desafío bíblico de la no violencia
Georges Stéveny
(http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/)

[En el pasado número de febrero de 2010, la Revista Adventista española rescataba este artículo del teólogo adventista Georges Stéveny, fallecido en 2004. Me permito reproducirlo aquí por considerarlo del máximo interés, en especial como complemento a mi artículo Adventistas ante la guerra y la paz. Los destacados en negrita son míos. Para una profundización mayor en el tema, se puede leer la transcripción de las ponencias que, bajo el título La no violencia, ofreció el mismo autor en la Convención de AEGUAE de 1976. Jonás Berea]

La expresión fundamental de la ética cristiana es, sin duda, el amor. Amar a Dios, amar como Dios, amar al prójimo como a sí mismo, amar a Dios en el otro, amar al otro como a Dios… ¡Todo estriba en esto! El amor es el fruto del espíritu (Gál. 5: 22) y el signo distintivo del cristiano auténtico: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13: 35). Sabemos que el amor sobrepasa la fe y la esperanza. Contiene el germen de la vida eterna (1 Cor. 13: 13). Jesús vivió el amor hasta la cruz, hasta morir por él. Su muerte destruyó a la misma muerte, porque aquélla iba cargada de amor.

Muchos creen que esto no causó ningún problema a Jesús. El docetismo ha entorpecido tanto la teología que, a menudo, cubre con un velo el evangelio. Sin embargo, la Biblia dice que Jesús creció en estatura, en sabiduría y en gracia (Luc. 2: 52), aprendió a obedecer a través del sufrimiento (Heb. 5: 8) y, habiendo sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecar (Heb. 4: 15), ha llegado a ser para quienes le obedecen el autor de la salvación eterna (Heb. 5: 9).

Una crisis dramática marca el ministerio de Jesús después de su bautismo. Ésta revela que el amor logró una heroica victoria sobre las voces satánicas. ¡No nos dejemos engañar! Cuando Satanás ofrece a Jesús todos los reinos de la tierra si se postra delante de él, no le está pidiendo una simple genuflexión, sino la utilización de todos los medios que permitan sojuzgar a los hombres y a los pueblos: mentira, hipocresía, violencia, crimen, guerra... Todo, excepto el amor. La tentación consistía en doblegar a Jesús a las tradiciones milenarias, en seguir la vía fácil engrandecido por las masas. ¿Acaso no quisieron conducirlo al trono al son de los “Hosanas” cantados por el pueblo? En el silencio del desierto, Jesús descubrió cómo llevaría a cabo su ministerio. Seguiría un sendero áspero en el que las huellas aparecen teñidas por la sangre de los profetas. Lo subiría día tras día, fiel a su método, sin quejarse, como un cordero que es llevado al matadero. Bajar del cielo, renunciar al trono, servir y, si es necesario, subir a la cruz: éste es el camino del amor, personificado de una forma ejemplar en Jesús de Nazaret.

Si Jesús vivió el amor, también lo recomendó. Consideremos, entre otros, el sermón del Monte, llave maestra de su pensamiento, «Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mat. 5: 48). ¿Cómo? ¡Acumular esfuerzos para parecernos a Dios! Sería el colmo del ridículo, una tétrica réplica del mito de Sísifo. Lo que Jesús nos propone es una renovación interior, un desarrollo bajo este nuevo nacimiento, en el camino del amor, de la vida auténtica. Esta vida renovada se evidencia llevando a la práctica tres propuestas:

Respetar la vida de hecho y de intención (Mat. 5: 21-26).
• No resistir al mal, sino oponérsele con la no violencia (Mat 5: 38-43).
Amar a los enemigos, bendecir a quienes os maldicen, hacer el bien a los que os odian, orar por aquellos que os persiguen (Mat. 5: 43-48).

Con este discurso se acaba el judaísmo y da comienzo el cristianismo. Queda obsoleto el principio de la reciprocidad, de la venganza, del equilibrio inestable bajo el condicionamiento de influencias exteriores. Jesús nos ofrece a cada uno la posibilidad de llegar a ser hijo de Dios. Liberados de todos los obstáculos que, tanto de dentro como de fuera, postergaban el nacimiento de la soberanía divina, los hombres deben aprender a amar, signo de su nueva naturaleza y carácter de su Padre celestial.

¿Es necesario mencionarlo? Ese amor apenas se parece a lo que nosotros llamamos comúnmente amor. Pero, sin lugar a dudas, es incompatible con el conjunto de sentimientos que engendran la guerra o la hacen posible. El mundo del amor divino se opone al mundo natural como la vida se opone a la muerte. Ser cristiano es pasar del mundo natural al mundo sobrenatural por el milagro del nuevo nacimiento, milagro en el que se participa por medio de un compromiso consciente y de una oración constante.

Conviene subrayar en cuánto sobrepasa Jesús el orden antiguo. El judaísmo había modificado la Ley de Dios adaptándola a las reacciones instintivas naturales. De esta manera, el “No matarás” se desvalorizó en la ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Justicia retributiva. Protección de la vida a las puertas de la muerte. Degradación de religión a moral, de florecimiento de la vida a lucha áspera por la vida.

Jesús no sólo denuncia la muerte, sino también la irritación que conduce a la misma. Es por ello que señala el insulto como un atentado contra la vida y proclama la reconciliación como el polo opuesto de la muerte. Sin reconciliación, los deberes más sagrados carecen de sentido.

Jesús nos describe una nueva concepción del deber. Cuando la ley de Dios está grabada en un corazón regenerado, actúa como una semilla (1 Ped. 1: 22-25) que produce una nueva vida, con unas necesidades nuevas, una sensibilidad nueva. El fruto por excelencia, el amor, es maravillosamente descrito por el apóstol Pedro en los capítulos 2, 3 y 4 de su primera epístola. Citemos en particular estas significativas palabras: «Porque ¿qué mérito es, si pecando sois abofeteados, y lo sufrís? Pero si haciendo bien sois afligidos, y lo soportáis, esto ciertamente es agradable ante Dios. Para eso fuisteis llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejandoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas. “Él no cometió pecado, ni fue hallado pecado en su boca”. Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba al que juzga con justicia» (1 Ped. 2: 20-23). Aquí encontramos claramente definido en qué consiste la nueva alianza, donde el Espíritu de Dios graba su ley en los corazones (Heb. 8: 7-13). Pero en la práctica, ¿qué hacer delante del “mal”?

“No le resistáis”, responde Jesús
. Al menos, eso dicen las traducciones habituales. Sin embargo, el texto original sugiere de manera evidente algo más: No le contradigáis, no le repliquéis colocándoos en el mismo terreno. No utilicéis fuerza contra fuerza, arma contra arma, crimen contra crimen. La Ley del Talión tenía como fin la venganza. Desde el momento en que aceptas las palabras de Jesús, la venganza queda desterrada. «Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda» (Mat. 5: 38-42). Lo cual quiere decir: acepta sufrir un poco más, si es necesario, para que se ponga de manifiesto la cólera del adversario y él mismo descubra su error respecto a ti. Introduce en el vacío de su conciencia el extremo de la palanca de tu amor. El bien y el mal coexisten en todos los hombres. Ten en cuenta el bien que existe en él. ¡Y que el mal se consuma ante tu bondad!

El apóstol Pablo expresa el mismo pensamiento cuando dice: «No te dejes vencer por el mal, mas vence el mal con el bien» (Rom. 12: 14-21). En esto consiste, precisamente, la no violencia. Es lo opuesto a una resignación triste o mal contenida, a una indiferencia altiva o a una impotencia temerosa. La no violencia pone en práctica una fuerza difícil de manejar, la fuerza del espíritu; lo cual exige mucha más fuerza que la simple réplica. Para responder es suficiente con dejarse ir. Para defender la no violencia es necesario ser dueño de sí mismo. Si ésta no alcanza su propósito, al menos no habrá provocado más estragos; al menos, no te habrás corrompido tú mismo.

Estos consejos parecen insensatos a aquellos que aún no han tenido acceso al mundo del espíritu. Lo son, en efecto, desde el punto de vista de las leyes humanas, porque no pertenecen al orden natural de las cosas. Recordémoslo, para Jesús un cristiano es un hombre nacido de nuevo y, si éste practica dichos consejos, se parece a un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca (Mat. 7: 24).


Algunos problemas

Un hecho importantísimo confirma la enseñanza de Jesús de forma magistral. Después de la cena de Pascua, habiéndose ido Judas, Cristo y los once apóstoles fueron al monte de los Olivos. Allí encontraron a Jesús los soldados conducidos por el traidor. Pedro quiso defender a su Maestro. Cogió la espada e hirió al siervo del pontífice. Le cortó la oreja derecha. Jesús reconvino a Pedro: «Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán» (Mat. 26: 52), y curó al siervo del pontífice.

Aquí, el pensamiento de Jesús se encuentra expresado a la vez por un principio simple y mediante un hecho elocuente. Es un caso de legítima defensa. A buen seguro, nunca un hombre fue más digno de protección. Sin embargo, no satisfecho con rechazar de forma categórica la ayuda de las armas, Jesús se ocupa de curar al herido con amor.

El principio enunciado reviste, sin discusión, una forma absolutamente general: “Todos aquéllos que tomen espada a espada perecerán”. Sin duda, Jesús quiere decir que las guerras siempre engendran guerras. Nunca se solucionará nada con armas; éstas no sirven más que para aumentar la siniestra pirámide de cadáveres, sin hacer avanzar al hombre ni una pulgada en la solución de sus problemas. No podemos servir en la causa de Dios con procedimientos diabólicos. Con el mal, no podemos hacer el bien.

Sin embargo, en este pasaje surge un problema. Inmediatamente antes del episodio que acabamos de evocar, Jesús había hablado de esta manera: «El que tiene una bolsa, tómela; el que tiene una alforja, tómela también, y el que no tiene espada que venda su capa y compre una. Porque os digo, que es necesario que se cumpla en mí lo que está escrito: “Con los transgresores fue contado”. Porque lo que está escrito de mí, tiene que cumplirse. Entonces ellos dijeron: “Señor, aquí hay dos espadas. Y él les dijo: “Basta”» (Luc. 22: 36-38).

Este texto es citado con frecuencia para legitimar la violencia. Sin embargo, si consideramos las espadas en sentido literal, lo único compatible con esta interpretación, las dificultades son insuperables:

contradicción flagrante con todo el conjunto de la predicación cristiana;
• inconsecuencia inexplicable, ya que Jesús se hubiera contradicho horas más tarde, de palabra (“Todos aquellos que tomen espada, a espada morirán”) y de hecho (orden a Pedro de envainar de nuevo la espada y curación del herido);
decisión irrisoria, porque en tales circunstancias, dos espadas nos hacen sonreír.

Ante estas objeciones, se ha buscado una interpretación muy imaginativa basada en Lucas 22: 37. Sabiendo llegada la hora de su muerte, Jesús estaría ansioso de cumplir una célebre profecía diciendo que sería contado entre los malhechores (Isa. 53: 12). ¡Las espadas eran útiles para disfrazar a los apóstoles de actores en una escena que convenía cumplir!

Pero, ¿cómo imaginar a Jesús, en ese solemne momento, preocupándose de una puesta en escena totalmente desprovista de honestidad? Además, y sobre todo, ¿cómo prestar a esa profecía el significado de una predicción fatal, menospreciando las reglas elementales de una hermenéutica sana? En efecto, las profecías bíblicas son, en general, condicionales.

Por otra parte, la explicación del mismo Isaías se muestra muy diferente: «Fue contado con los perversos cuando en realidad, él llevó el pecado de muchos». Nos hallamos en un plano muy distinto. El profeta ve a Jesús entre los culpables, pese a que es inocente. Jesús se solidariza con los hombres pecadores hasta el punto de asumir la condición del pecador.

En una palabra, todas las explicaciones que mantienen el sentido literal del vocablo ‘espada’ chocan con obstáculos infranqueables, sean cuales sean los matices con los cuales se las presenta. Siempre caen en el mismo error: no prestar suficiente atención al texto. Así, se enfatiza el término ‘espada’, cuando ésta no tiene más importancia que la relativa a la alforja o a la bolsa.

De hecho, Jesús se refiere a las instrucciones que había dado a los doce, después de convertirlos en apóstoles Lucas 9: 1-6.

Les dice: “Entonces os envié sin bolsa sin alforja, sin zapatos y no os faltó nada. Era la maravillosa primavera galilea de mi ministerio. Vosotros no teníais ni mucha fe, ni muchos conocimientos, ni demasiada experiencia. Pero las condiciones os eran relativamente favorables. La misma oposición nunca fue dramática hasta el punto de que no se pudiera encontrar una salida. Además, yo estaba con vosotros. Ahora viene el tiempo de las dificultades. Mi hora llega y la vuestra la seguirá. ¡Primero llega la mía! En vuestro pensamiento, soy invencible. Sin embargo, sufriré una derrota escandalosa. Vosotros esperáis verme pronto provisto de un cetro. Pero antes tengo que superar otra etapa. La gloria es para más tarde. He sido entregado... Satanás cribará el trigo. Pedro me negará dos veces, pero se convertirá y fortalecerá a sus hermanos. La noche se acerca. Armaos de valentía y de fe. Os será necesaria una buena provisión de fuerza moral y de agresividad espiritual. La espada del espíritu os será más útil que el abrigo de las buenas apariencias. La hora de la benevolencia pasó. Vais a afrontar la oposición”. (Leer de nuevo y con mucha atención Lucas 22: 21-38).

En lugar de interpretar el texto en el sentido de una llamada a las armas, nosotros lo entendemos más bien como una exhortación espiritual. El Nuevo Testamento ofrece muchos ejemplos parecidos (Efe. 6: 14-17; 1 Ped. 4: 1...). En algunas ocasiones Jesús fue mal comprendido al utilizar metáforas. En nuestro relato, la interpretación simbólica armoniza con el contexto, concuerda con el conjunto de enseñanzas de Jesús y no fuerza el idioma. Sin embargo, ¿por qué dijo Jesús, a propósito de las dos espadas traídas por los apóstoles: “¡Basta!”?

Podríamos preguntamos si el Maestro no estaría decepcionado ante la incomprensión de los suyos. Descubre que los apóstoles no habían seguido el desarrollo de su pensamiento. Inútil seguir. “¡Basta!” ¡No son las espadas las que bastan! (el texto griego es neutro). Sin ironía y sin impaciencia, Jesús corta, de forma sencilla, una conversación inoportuna, un diálogo de sordos. Por otro lado, la ocasión de precisar su pensamiento le llegó más tarde, tal como ya hemos visto.

Veamos otro texto citado con frecuencia para legitimar el ejército y la guerra. Unos soldados se acercan a Juan el Bautista preguntándole: «Y nosotros, ¿qué haremos? Les dijo: “No extorsionéis a nadie, ni calumniéis. Contentaos con vuestro salario”» (Luc. 3: 14). Juan no desaprueba el ejército. Tan sólo recomienda a los militares que sean honrados. ¿No es ésta una manera de aprobar el ejército y su profesión? ¡Seguro! Pero que esta conclusión no sea atribuida al cristianismo. Juan el Bautista precedió a Jesús, pero se quedó en la intersección de los tiempos. Designó a Jesús como el servidor de Dios, pero curiosamente, él mismo no le siguió y fue asaltado por una duda mortal en la prisión de Maqueronte. No obstante, su juicio era justo cuando declaraba a propósito del Cristo: «Es necesario que él crezca y yo mengüe» (Juan 3: 30). Y, evidentemente, el consejo a los soldados forma aún parte de la antigua alianza, la cual se desvanece ante el sermón del Monte.


De la teoría a la práctica

En teoría, la cuestión parece clara. Si ponemos un Nuevo Testamento en las manos de un lector sin prejuicios, pronto comprenderá que el evangelio es incompatible con la guerra. El amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos. Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él (1 Juan 4: 16; 5: 3).

Otra cosa muy distinta es vivir según estos principios. El teólogo Karl Barth no admite la tesis de los pacifistas sin condiciones. Señala algunos casos límite en los que la guerra aparece como la última solución. Otros han pretendido que el Sermón del Monte propone una ética excepcional, válida únicamente para tiempos excepcionales. No sabríamos vivirla de continuo. Bonhoeffer, por ejemplo, afirma que existen dos morales: una para los tiempos de paz y otra para los tiempos de crisis. De esta forma, el recurso a la violencia puede ser aceptado sin ser normativo y, forzosamente, un día u otro entra en nuestra ética como última medida.

Conviene preguntarse con sinceridad si semejante actitud es resultado de la fidelidad a Cristo o si no proviene más bien de una reducción de la fe, según un método oportunista. Yo creo que Jesucristo entró en la historia para terminar con ella. La redención afecta a la historia transformando, en realidad, al hombre dentro de la historia. Recurrir a la violencia, en cualquier caso, frena el nacimiento del reino de Dios.

Para Jesús, los discípulos están en el mundo como unos corderos en medio de lobos. Deben ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas (Mat. 10: 16). No puedo comprender cómo puede justificarse que un cristiano actúe como un soldado armado hasta los dientes y sea entrenado en el arte de matar. Un servicio sanitario, por el contrario, es al mismo tiempo una señal de deferencia hacia las autoridades –lo que reclaman las Escrituras–, y una forma auténtica de servir al prójimo, sin distinción de raza, nacionalidad o ideología.


Conclusión

Nuestro divino Modelo, en todo caso, fue como un cordero en medio de lobos, y su muerte es el acto más sublime de no violencia que pueda ser imaginado. Dios se ofreció, en Jesucristo, a la muerte que él hubiera debido dar al hombre. Sin embargo, se dio a sí mismo en lugar de discutir. Antiguamente, los fabulistas representaron un gato lamiendo una lima y desangrándose. El pobre animal creía alimentarse e impedir la muerte. Lamía con frenesí, y cada lamido precipitaba su fin. Así actúan los hombres que creen hallar provecho en la guerra. Albergan la ilusión de hallar el alimento en la guerra y no ven que la propia guerra los deja mortalmente exangües.

El mundo pasa, la cruz permanece. Con ella se vislumbra la esperanza. La esperanza que cree lo que aún no es, pero que será; que ama lo que aún no es, pero que será. La no violencia es esta esperanza. Elección y apuesta por la fe. Combate de la fe y del amor.