martes, 28 de septiembre de 2010

La Iglesia Adventista y los derechos humanos

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/
Publicado también en Café Hispano (Spectrum)


La posición de la Iglesia Adventista del Séptimo Día (IASD) ante los derechos humanos es un tema amplio y complejo, que no pretendo abordar exhaustivamente aquí. Me referiré a algunos ejemplos históricos y actuales, con especial referencia a los derechos de los trabajadores.

Cuando se desarrolló el movimiento adventista en Estados Unidos a mediados del siglo XIX, la perspectiva escatológica del inminente regreso de Jesús no impidió que los primeros adventistas tuvieran una marcada conciencia social. Precisamente algunos de los mensajes destacados desde entonces de forma peculiar por nuestra iglesia están basados en la visión bíblica del ser humano, concebido como unidad inseparable de las dimensiones espirituales, intelectuales y físicas, incluyendo las condiciones de vida material y social (véase Los adventistas y la dignidad humana).

Para los pioneros, la idea de reforma era fundamental: se conoce bien la reforma a favor de la salud, pero a veces se olvida que ésta no debe entenderse sólo como una opción personal, sino también como una propuesta de cambio social. La sociedad y la sanidad contemporáneas han ido dando la razón a aquellos “extremistas” que hablaban de los peligros del alcohol e incluso del tabaco (droga relativamente aceptada en la época), y las legislaciones actuales fomentan su eliminación o limitación, así como la promoción de los alimentos que nuestra iglesia siempre defendió como más apropiados.

El antiesclavismo fue otra de las señas de identidad de muchos de aquellos hermanos, no pocos de los cuales eran militantes abolicionistas, como no podía ser menos en un país en el que hasta 1865 no se abolió legalmente la esclavitud de los negros. Los adventistas, junto a otros cristianos, también fueron pioneros en el movimiento de objeción de conciencia frente a la guerra, negándose a portar y a usar armas. Y ya en 1893 la Iglesia Adventista fundó la Asociación Internacional de Libertad Religiosa (IRLA, en inglés), la organización mundial más antigua en defensa de la libertad de conciencia, concebida ésta no como una reivindicación para los miembros de una confesión o religión concreta, sino como principio sociopolítico que debe garantizar la igualdad de todos los creyentes (y no creyentes) ante las leyes, y la libertad total en el ejercicio de lo que la conciencia dicta a cada uno.

Este espíritu de reforma social se extendía a otros campos, como el de la educación, en el que nuestra iglesia ha promovido siempre una formación global del niño y el joven, que incluya la actividad física y manual, y en la que muchachos de ambos sexos sean educados conjuntamente.


Retroceso histórico

Muchos de estos progresos sociales promovidos por, entre otros, la Iglesia Adventista han sido posteriormente reconocidos y recogidos por las legislaciones más avanzadas y por los documentos internacionales sobre distintos derechos humanos, empezando por la Declaración Universal de 1948. Pero siendo vanguardista en tantos aspectos, resulta triste comprobar cómo a lo largo del siglo XX, en muchas ocasiones, la iglesia fue replegándose en ciertos momentos clave hacia posiciones de retaguardia que negaban las raíces transformadoras del movimiento. En algunos casos han tenido que pasar décadas para que la iglesia reconociera que, frente a ciertas posiciones reaccionarias adoptadas en su momento, lo correcto habría sido tomar partido explícita y valientemente a favor de la justicia y los derechos fundamentales.

Ya con ocasión de la Primera Guerra Mundial el espíritu ultranacionalista y patriótico de la época hizo que algunos en nuestras filas consideraran el acudir al frente como un deber ciudadano, y no como una violación de la ley de Dios. En el caso de la Segunda Guerra Mundial el militarismo todavía penetró más hondamente en nuestro medio, y desde entonces la pertenencia de militares profesionales a la Iglesia Adventista se ha convertido en una situación normalizada en muchas zonas del mundo. En este caso, tristemente, no se aprecia que la tendencia sea hacia la recuperación del espíritu objetor, no combatiente y pacifista de nuestros orígenes, sino todo lo contrario. A ello se añade el silencio o la tibieza frente a guerras de agresión (véase Adventistas ante la guerra y la paz).

En lo que concierne al nazismo sí que ha habido reconocimiento de culpa. La mayoría de los adventistas alemanes no sólo callaron ante uno de los regímenes más abominables de la historia, sino que incluso practicaron infamias como cambiar el nombre de la Escuela Sabática por evitar la posible asociación con los judíos, borrar de la iglesia a hermanos de origen judío y exaltar en sus publicaciones al Führer y la ideología racista. Sólo seis décadas después, cuando todo el mundo había condenado moralmente aquel régimen, se emitió un comunicado oficial pidiendo perdón por aquellas vergüenzas.

Aparte de algunas honrosas excepciones, ante la reivindicación pacifista de derechos sociopolíticos por parte de los negros de Estados Unidos en las décadas de 1950 y 1960, la posición oficial de las IASD fue como mínimo de distanciamiento, cuando no de condena por considerar que se trataba de un movimiento “radical”. Han tenido que pasar décadas para que se reconozca explícitamente el valor y el ejemplo de aquellos hermanos que en su día, frente al abandono o el rechazo de los dirigentes, lucharon por la igualdad política de los negros y los blancos. La Adventist Review destaco hace pocos años algunos casos, como el de los cuatro jóvenes estudiantes que, pese a que en la iglesia se les dijo que su conducta era pecaminosa por participar en acciones seculares y mundanas, se unieron a la marcha por los derechos de los negros en 1965, y defendieron que las iglesias adventistas del sur del país fueran interraciales y no segregadas, como era la práctica común. O el de Terrence Roberts, el único adventista de los “Nueve de Little Rock”, un grupito de estudiantes que desafiaron a la multitud racista y violenta que quería negarles el derecho de asistir a un centro educativo por ser negros; decepcionado por la incapacidad de nuestra iglesia “de avanzar más rápido en las cuestiones raciales”, y aun reconociendo el trabajo que ya se hace (basado en los valores de nuestro mensaje), afirma: “Me gustaría decir que el mensaje de Jesús (tal como lo entiendo) es que debemos implicarnos en los asuntos de justicia social. Tenemos que preocuparnos por la gente de nuestra sociedad a quienes, por culpa de las fuerzas opresivas, no les va bien. Parece que eso es lo que hacía Jesús”. Y concluye: “Cuando miro alrededor y veo la injusticia, no puedo imaginarme afrontar el asunto sin implicarme. No creo que un cristiano […] pueda permitirse permanecer neutral.”

Estos procesos históricos resultan hoy incómodos de recordar para un adventista, pero contienen importantes lecciones para nosotros. Es necesario mirar de frente a nuestro pasado, sin edulcorarlo, a fin de no repetirlo. Y cabe preguntarse: ¿Estaremos hoy como iglesia callando ante situaciones de agresión a la dignidad humana? Si Cristo no viene antes, ¿llegará un momento en que, con perspectiva histórica, tengamos que emitir comunicados condenando lo que hicimos o dejamos de hacer en su día? Y si Cristo viene, ¿qué nos reprochará en ese sentido (véase Mateo 25: 31-46)?

Gracias a Dios, en el campo de la dignidad y los derechos humanos hay actuaciones oficiales que se orientan en la línea del evangelio: la IRLA sigue defendiendo la libertad de conciencia de toda persona; la Agencia Adventista para el Desarrollo y los Recursos Asistenciales (ADRA) no se limita a tareas asistenciales, sino que promueve el desarrollo integral de las personas y de su entorno socioeconómico… Pero hay campos en los que da la impresión de que caminamos hacia atrás. Por ejemplo, el militarismo creciente, ya mencionado. En otros casos, parece que tenemos que esperar a que un asunto se ponga “de moda” o quede institucionalizado a escala regional o global, para que la IASD se posicione claramente en esa cuestión. Entonces nos sumamos (y hacemos bien) al “día internacional contra…” o a campañas a favor de algún derecho básico. En lugar de haber sido pioneros (como lo hemos sido en otros ámbitos), aun teniendo las bases espirituales y teóricas para serlo, parecería que nos subimos al tren de la dignidad cuando éste ya está en marcha. Quizá nos haya ocurrido esto en asuntos como el cuidado del medio ambiente o la defensa de las mujeres maltratadas, por ejemplo. Resulta tan triste como necesario tener que reconocer que en ocasiones los estándares éticos y normativos “del mundo” son más elevados que los de la iglesia, bien nos refiramos al nivel teórico, bien al práctico. Al menos hemos aprendido que, en cuanto a la dignidad humana se refiere, podemos participar (individual e incluso institucionalmente) en iniciativas y campañas promovidas por otros, siempre que no transgredan los principios bíblicos.


Dignidad y derechos de los trabajadores

Un ámbito peculiar es el de la dignidad de los trabajadores. La IASD nació en el siglo XIX, cuando, con ocasión de la revolución industrial, el gran capital se configuró como el poder definitivo, y millones de obreros se vieron sometidos a condiciones de trabajo inhumanas. En este contexto, el movimiento obrero surgió, parafraseando a Marx, como un espectro que se cernía sobre Occidente. Este ambiente revolucionario y violento, con huelgas ilegales y salvajes (que no tienen nada que ver con las civilizadas huelgas de hoy en los países occidentales, reconocidas en las constituciones y en condiciones pactadas con los gobiernos), es en el que debe comprenderse la visión tan negativa que algunas citas de Ellen G. White ofrecen sobre las organizaciones sindicales y su acción social (véase el imprescindible artículo “Las cuestiones sindicales y la iglesia” en el número 20 de la revista Aula 7, págs. 14-19).

A pesar de los cambios históricos que desde entonces han tenido lugar, estas citas descontextualizadas se han blandido absurdamente durante décadas para justificar una posición actual sobre los derechos laborales y las organizaciones de trabajadores. Pero muchos hermanos no saben que también en este punto la iglesia se ha pronunciado oficialmente modificando los estereotipos anacrónicos arrastrados durante tanto tiempo. Así, la declaración Los adventistas del séptimo día y los sindicatos, emitida por el Departamento de Libertad Religiosa de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, y aprobada por el Consejo Ejecutivo de la División del Pacífico Sur el 22 de mayo de 2003, aun manteniendo las cautelas necesarias con respecto a la libertad del trabajador de no sentirse coaccionado a pertenecer a organización alguna, o aun advirtiendo sobre “el peligro de que los sindicatos puedan ser también usados como fuerzas de control y de opresión”, reconoce que, “la manera de actuar de los sindicatos y las organizaciones laborales varía enormemente” y que “en muchos países, se han constituido en una parte natural del proceso negociador”.

Es más, se entiende que “la explotación y opresión de los trabajadores han sido factores decisivos que contribuyeron al desarrollo de los sindicatos en los siglos recientes”, y se valora “el positivo impacto que algunos sindicatos han tenido en crear y consolidar el sistema de asistencia social para los débiles y los pobres, «el extranjero, el huérfano y la viuda» (Deut. 24: 20) de las modernas sociedades del bienestar. Hoy muchas personas disfrutan de los beneficios aportados por el movimiento sindical aun cuando no hayan participado en el proceso”. Este último punto resulta especialmente interesante, pues induce a pensar que si los adventistas hubiéramos participado más en la defensa de los derechos de los trabajadores, desde nuestra convicción en el derecho supremo a la libertad y la dignidad humanas y partiendo de nuestros principios no violentos, habríamos podido aportar nuestro esfuerzo a algo que hoy reconocemos como positivo: el disfrute de un nivel de vida más digno por parte de algunos trabajadores. La declaración reconoce que “esta positiva influencia” de las organizaciones obreras “ha contribuido a una libertad mucho mayor para muchas personas”, por lo que “los miembros individuales tienen el derecho de escoger si desean unirse o no a un sindicato.”

Ese mismo año, el Concilio Anual de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, celebrado el 14 de octubre de 2003 en Silver Spring (Maryland, EE.UU.), votó la declaración Pautas para las relaciones entre empleadores y empleados, en la que se lee:

Los consejos de Elena White sobre las relaciones empleador-empleado se arraigan en situaciones históricas de su tiempo y en una comprensión profética de las condiciones sociales y económicas en el futuro. Ella dio severas advertencias sobre las prácticas de los sindicatos de su tiempo. Se oponía radicalmente a las intromisiones en la conciencia de los individuos o a la interposición de obstáculos a la misión de la iglesia. Algunos señalarían que la situación es hoy notablemente diferente. En la medida en que las cosas son distintas, se necesita un cuidadoso discernimiento a la hora de identificar y aplicar los principios sobre los cuales se asientan sus consejos.”

A continuación se destacan algunos principios y valores, como que “el ambiente de trabajo no debe deshumanizar a las personas. Los empleados deberían tener acceso a procesos de consulta y discusión genuina sobre los asuntos que afectan a su trabajo y a la manera de conducirse del negocio o de la industria donde emplean sus talentos y habilidades (1 Rey. 12: 6,7; Mar. 10: 42-45; Fil. 2: 3-8)”. Igualmente, “los cristianos deben abstenerse del uso de la violencia, la coerción o cualquier otro método incompatible con los ideales cristianos como instrumentos para el logro de metas sociales o económicas. Tampoco deberían los cristianos prestar su apoyo a organizaciones o empleadores que recurran a dichas acciones (2 Cor. 6: 14-18; 10:3)”, y “los empleadores de la Iglesia Adventista del Séptimo Día deben apoyar y demostrar libertad de conciencia, así como salarios y condiciones de trabajo justas, igualdad de oportunidades, justicia e imparcialidad en todo (Luc. 10: 27)”.

También establece que “a fin de cumplir su misión divina, la Iglesia Cristiana del Séptimo Día se abstiene de alinearse con o apoyar a organizaciones políticas. Se insta a los miembros de iglesia a que preserven y protejan su propia libertad e independencia de alianzas que puedan comprometer los valores y el testimonio cristianos”, y recoge una cita de Ellen G. White (Testimonies, t. 7, pág. 84): «Hemos de usar ahora todas las capacidades que nos han sido confiadas en dar el último mensaje de advertencia al mundo. En este trabajo hemos de preservar nuestra individualidad. No hemos de unirnos con sociedades secretas ni con sindicatos. Hemos de permanecer libres en Dios, mirando constantemente a Cristo en busca de instrucción. Debemos hacer todos nuestros actos desde la comprensión de la importancia del trabajo que ha de ser llevado a cabo para Dios». Por supuesto, como se afirma en la misma declaración, White se refiere aquí a “los sindicatos de su tiempo”, que eran diferentes a los del nuestro en aspectos fundamentales.

De estos principios se desprende una reflexión: Obviamente, sería absurdo que la IASD, tanto hoy como hace ciento cincuenta años, se vinculara a un sindicato o un partido político. Pero eso no debería impedir que como iglesia se pronunciara sobre cuestiones sociopolíticas, especialmente las que afectan a la dignidad y los derechos fundamentales del ser humano (ya se hace oficialmente, de hecho; véase las listas de declaraciones oficiales y de pautas u orientaciones oficiales). La iglesia debe proclamar ante la sociedad el valor infinito de cada vida humana y la libertad e igualdad inalienables de todas las personas, sin miedo a ser asociada con colectivos sociales muy distintos a nuestra misión (incluso opuestos a ella) que enarbolen las mismas causas.

Hace dos mil años un “radical” escribió: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3: 28). Este ideal “en Cristo”, este principio básico para la iglesia, ha recorrido la historia de Occidente y ha sido adoptado como enseña, también en su dimensión laica, por los más variados movimientos a favor de los derechos humanos. ¿Abandonaremos los adventistas estos ideales porque otros colectivos los hayan adoptado? Aunque somos conscientes de que el mundo deriva hacia un cataclismo moral, político, económico y social, no por ello nos resignaremos a aceptar la injusticia, la opresión o la discriminación, sino todo lo contrario. Jamás trataremos de imponer, y menos por la fuerza, los principios bíblicos, pues la imposición es la negación del evangelio. Pero debemos aprovechar toda oportunidad de defender al débil, aun en contextos sociales en que esté “mal visto”.


Defensa de los desfavorecidos

La IASD reivindica el valor permanente de los principios revelados por Dios en el Antiguo Testamento. Considerando superado el marco teocrático en que se establecieron, creemos que los valores relacionados con la salud, la alimentación, el medio ambiente o el trabajo siguen siendo válidos. Por supuesto, han sido profundizados y ampliados por Jesús y los apóstoles, pero no abrogados. De ahí que el clamor por la justicia social y la defensa de los explotados que encontramos en los profetas del antiguo Israel siga siendo una exigencia ética de la iglesia actual. Debidamente contextualizadas, la iglesia debe proclamar las palabras del Señor: “Vosotros habéis devorado la viña, y el despojo del pobre está en vuestras casas” (Isaías 3: 14). “¡Ay de los que decretan leyes injustas, y escriben tiranía que ellos han prescrito, para apartar del juicio a los pobres, y para quitar el derecho a los afligidos de mi pueblo; para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos!” (Isa 10: 1-2). “Vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapatos: […] codician aun el polvo de la tierra sobre la cabeza de los pobres, y tuercen el camino de los humildes” (Amós 2: 6-7).

El mensaje de Jesús está impregnado de la misma reivindicación del débil y de la consiguiente responsabilidad del rico (Lucas 6: 20, 24). Y la carta de Santiago presenta un panorama de lo más actual, con advertencias si cabe más contundentes que las de los profetas: “¡Vamos ahora!, los que decís: ‘Hoy y mañana iremos a tal ciudad, estaremos allá un año, negociaremos y ganaremos’, cuando no sabéis lo que será mañana. Pues ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais decir: ‘Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello’. Pero ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia semejante es mala” (Santiago 4:13-16).

Santiago no condena la realización de negocios, sino la actitud de soberbia con que se llevan a cabo, sin querer reconocer que toda bendición procede de Dios, y que sin esa perspectiva trascendente cualquier ganancia es pura vanidad. De ahí que a continuación advierta: “El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, comete pecado” (v. 17). Y seguidamente detalla que lo bueno que han dejado de hacer es básicamente el tratamiento justo a los empleados, agravado por el contraste con su propio estilo de vida lleno de placeres: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas y vuestras ropas, comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos y su moho testificará contra vosotros y devorará del todo vuestros cuerpos como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días finales. El jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros, clama, y los clamores de los que habían segado han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra y sido libertinos. Habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo, sin que él os haga resistencia” (5:1-6).

Este panorama socioeconómico de explotación, común a toda la historia de la humanidad, cobra un sentido especial en nuestros días, cuando la acumulación de capital por parte de unos pocos contrasta con la angustiosa miseria de la gran mayoría. El capitalismo actual, de mano de sus principales actores (las grandes compañías multinacionales y las mafias globales), se ha convertido en un sistema de saqueo y extorsión del hombre por el hombre: intermediarios que succionan el sudor de familias enteras que, tras duros meses de trabajo, sólo obtienen una miseria a cambio, pues los mercados internacionales sólo entienden de “competencia”; millones de niños esclavos, a veces apartados de sus familias, realizan duras tareas mineras e industriales por un salario miserable, o por ninguno; redes de tráfico de personas compran y venden mujeres, niñas y niños para que se abuse de ellos, engrosando las cuentas corrientes de respetables hombres de negocios; los derechos sociales y laborales son recortados drásticamente con excusa de la crisis económica global (en el contexto más amplio, y más angustioso, de restricción global de las libertades individuales y sociales)... El propio pasaje de Santiago considera este panorama de explotación como señal de la segunda venida de Cristo: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor […] Afirmad vuestros corazones, porque la venida del Señor se acerca. […] El Juez ya está delante de la puerta» (Santiago 5: 7-9).

Ahora bien, de ningún modo este panorama invita a la pasividad. Si algo caracteriza al cristianismo genuino es la búsqueda de la justicia. El propio Santiago ofrece una de las definiciones más prácticas y solidarias de nuestra fe: «La religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse sin mancha del mundo» (Santiago 1: 27), y anima en su carta a desarrollar una fe dinámica que se traduzca en obras (2: 14-26). Mientras esperamos el inminente regreso de Cristo, nuestra tarea es esforzarnos por llevar un estilo de vida acorde con nuestros ideales, y posicionarnos claramente contra la explotación del hombre por el hombre.